Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

lunes, 21 de julio de 2014

Sangre de héroes.



“Palmam qui meruit ferat” (La gloria sea para quién lo merezca)                                                         DIVISA COLOCADAEN EL CATAFALCO DE HORACIO NELSON
La tormenta se hizo más y más pesada. La oscuridad que proporcionaban las nubes, que en el cielo se veían con un tono gris azulado, les ayudaba a esconderse, pero también hacía que el frío se colara en sus huesos y les atacara como ningún otro arma lo habría hecho, desde dentro.
Júpiter se acercó a Neptuno. Ambos tenían las capas y las corazas empapadas. La de Neptuno cobraba un color azul más intenso mientras que la de Júpiter mantenía su brillo blanco a excepción del borde inferior, con grandes manchas de barro. Júpiter le posó la mano a Neptuno en el hombro y con un movimiento de cabeza le ordenó que montara guardia. El soldado cogió su tridente y se marchó al lugar elevado que el contingente había escogido como lugar de vigilancia del campamento, que consistía en una empalizada protegiendo una cueva donde los soldados podían descansar y encender una fogata.
El militar al mando, Júpiter, era el único con experiencia en el ejército. Sabía que a la mañana siguiente, cuando llegaran los cartagineses montados en sus bestias, la mayoría de los soldados caerían. Júpiter observó a Neptuno. Era más joven que él, un muchacho de unos dieciséis años que había sido marinero toda su vida pero que se había visto obligado a alistarse en el contingente cuando el ejército ya había partido meses antes y un espía romano les había informado de que un traidor entre sus filas había enseñado un camino secreto a Aníbal y sus hombres para cruzar las montañas. Aníbal no lo cruzaría, pero un pequeño cuerpo militar, sí. Y a esa era su misión. Frenar a ese cuerpo y cortar el paso secreto de las montañas.
Júpiter entró en la cueva y dejó de notar la lluvia sobre sus hombros. En el interior se encontraban los demás soldados, todos con historias semejantes a la de Neptuno: Vulcano, que antes era herrero; Marte, un gladiador condenado a muerte que había preferido morir en la batalla; Diana, una joven con un padre avaricioso que la había tratado como a un varón durante toda su vida y que no había dudado en venderla por tres míseras monedas de plata; y por último, Mercurio, un niño veloz, su único contacto con la civilización.
Se recostó sobre un lecho de hierbas y hojas que habían recogido mientras montaban la empalizada y decidió dormir. Neptuno se sentía a gusto bajo el agua así que no le importaba montar guardia durante una lluvia.
Júpiter pensó en todos los allí presentes. Eran pocos, al igual que el ejército cartaginés que recibirían al día siguiente, no obstante ellos eran mucho menos numerosos y con menos experiencia. Para todos había sido un honor embarcarse en aquella cruzada, para todos menos para él. Sabía que una vez entraran en batalla no habría marcha atrás, que un golpe de espada en el cuello les mataría al instante.
Se revolvió en su lecho. El frío aumentaba en el interior de la cueva, pues el fuego de la hoguera se apagaba. Se levantó y azuzó el fuego. El fuego le recordaba a su esposa, Juno. Ella era ardiente, como la llama. Cuando danzaba, su cuerpo se arqueaba y ondulaba, como la llama. Su pelo era castaño y a la luz del sol se volvía rubio y brillaba con el mismo color que el fuego. Su amada a la que quería con locura. Intentó recordar las últimas palabras que le dijo antes de partir, pero se dio por vencido al recordar que no habló, que sólo la miró a los ojos y que con esa mirada le transmitió todo aquello que no se puede decir con palabras. Él era un centurión romano. No podía dejarse llevar por los sentimientos. Se recostó en su lecho y finalmente se durmió.
A la mañana siguiente el sol no brillaba en el cielo. El cielo brillaba con un color ámbar al amanecer. La luz entró en la cueva por la entrada y golpeó las armaduras de los soldados. Júpiter, vestido con su coraza dorada, su capa blanca y su casco reluciente. Empuñaba su gladius y su scutum redondo.
Los demás soldados no tenían armaduras tan buenas como la de su líder. Cada uno cogió su propia arma: Neptuno, su tridente; Vulcano, su martillo; Ares, su lanza; y Diana, su arco. Mercurio, sin embargo, no tenía ni armas ni armaduras. Su misión era mucho más complicada y debía actuar en el momento justo.
Salieron de la cueva y abandonaron aquel lugar. Caminaron por senderos de barro negro y nieve blanca durante toda la mañana hasta que alcanzaron un saliente en una de las montañas. Bajo ellos un barranco se adentraba en las profundidades de la tierra. La idea era sencilla. Debían atraer a los cartagineses hasta esa posición.
El plan era muy arriesgado. Cada mínimo temblor en la tierra o un grito fuerte podría causar un derrumbamiento de nieve que acabaría con todos.
Júpiter se giró hacia su contingente y les miró con pesar. Todos se sentían orgullosos de estar ahí, pero todos tenían miedo y sabían que su destino no era otro que el mundo de los infiernos. No sabían si acabarían en los Campos de castigo o en los Campos Elíseos, pero no les importaba. Iban a morir por su hogar, por Roma, por la República.
Alea iacta est —la suerte está echada.
Al mediodía los cartagineses aparecieron a lomos de sus elefantes. Era un cuerpo militar pequeño, de unos treinta hombres, comandados por el traidor a la República, Plutón. Era un hombre siniestro que vestía una armadura roja y una capa negra.
La infantería de a pie iba unos pasos más avanzados que los elefantes y la caballería. Por eso fue el comandante de la infantería el que alzó la mano para indicar a sus seguidores que debían detenerse. El cuerpo de hombres frenó en seco, lo que hizo que algunos elefantes barritaran curvando la trompa. Aquellas bestias eran magníficas. Medían más de tres metros de alto, sus cuernos de marfil eran largos y afilados como lanzas, sus patas hacían que el suelo temblara al andar ellos.
El comandante avanzó un par de pasos, buscando algún intruso escondido entre los matorrales o los árboles. De repente, una flecha cruzó el aire y se clavó en la cabeza del comandante. La punta atravesó el casco metálico del hombre como si de pergamino se tratara.
Los cartagineses se giraron en la dirección de donde venía la flecha y empuñaron sus armas. Nadie sabía a qué se iban a enfrentar, nadie salvo Plutón, que ya se había enfrentado con anterioridad a Júpiter y a los romanos.
Se produjo el silencio y la tensión entre el ejército cartaginés. De repente, el contingente de romanos desesperados se lanzó contra aquel ejército que los sextuplicaba en número. El artífice de tal estrategia, Júpiter, encabezaba el ataque, dispuesto a dar una lección de combate cuerpo a cuerpo romano a los cartagineses.
En cuanto llegaron, Júpiter lanzó una estocada con si gladius e hirió a varios soldados que cayeron derrotados ante él. Frenó los golpes de sus enemigos con su scutum y continuó arrasando en las tropas enemigas. Neptuno y Vulcano luchaban hombro con hombro combinando sus armas, el tridente y el martillo, y derribaron a enemigos sin piedad alguna, asestando golpes mortales allá donde el acero toca la piel de un enemigo. Diana se reservaba en la retaguardia y atacaba con sus flechas a los elefantes y jinetes de la caballería, lo que provocaba que los animales patalearan contra el suelo y se elevaran sobre sus patas traseras. Los movimientos bruscos de las bestias hicieron que varios soldados quedaran aplastados bajo ellos o que cayeran por el barranco. Marte atacaba por el flanco y se enfrentaba a los soldados de a pie uno a uno, como de costumbre hacía en el circo. Matar no era nuevo para él y el olor de la sangre era uno de los placeres con los que más disfrutaba.
Una vez perdido el factor sorpresa y sembrado el descontrol entre los enemigos, Júpiter lanzó un grito que indicó a sus compañeros que debían reunirse. Todos acudieron a la llamada de su líder. Juntaron sus espaldas y establecieron una formación circular para protegerse por todos los flancos. Los cartagineses les rodearon, aún aturdidos por el ataque sorpresa inicial. Los romanos se miraron entre sí sin perder de vista a sus enemigos. Estaban heridos. Las piernas tenían cortes profundos, los brazos estaban rojos por la sangre que emanaba de sus heridas y  por la que anteriormente había pertenecido a sus enemigos.
Júpiter dejó a un lado la fiereza y examinó a sus compañeros, jóvenes que pese a todas las heridas y el cansancio seguían dispuestos a seguir luchando y a morir en aquella batalla. El único que no se encontraba allí era Mercurio, que había escapado de aquella masacre para contar su historia al pueblo de Roma.
Júpiter lanzó otro grito y todos coordinados golpearon primero con el escudo y lanzaron estocadas a los cartagineses más cercanos. La batalla volvió a fluir tras esta parada.
Plutón se acercó a Júpiter en su caballo y le golpeó con la espada en la espalda. Júpiter cayó al suelo dolorido por el golpe. La armadura podía soportar golpes más fuertes, pero eso no significaba que su cuerpo pudiera. Miró a su alrededor y vio que en el suelo yacían los cuerpos de sus compañeros. Después dirigió su mirada hacia Plutón, que entonces le apuntaba con el arco de su compañera muerta, Diana. Cogió aire y gritó con todas sus fuerzas. En el rostro de Plutón se dibujó una pequeña sonrisa. Tensó la cuerda del arco y escuchó el rugir de la nieve que se abalanzaba sobre el ejército cartaginés a causa del grito del centurión, nieve roja teñida por la sangre de héroes. Nadie sobreviviría. El paso quedaría sepultado por la nieve y los cartagineses no podrían pasar. Misión cumplida.
Júpiter miró al cielo y pensó en su mujer. “Juno” la llamó “mi reina, mi amor...”

jueves, 10 de julio de 2014

El corredor del hombre gris


"Que alegría morir en la silla eléctrica. Será el último escalofrío. El único que todavía no he experimentado..."                                                                                                                        ALBERT FISH

Clap... clap...
¡Haz que se callen las palmadas! ¿De dónde vendrán? Yo no puedo ser quien aplaude, las mangas de mi camisa se enroscan en mí como víboras sedientas de sangre. Seguramente sean ellos. Me están observando entre las tinieblas de la habitación. No veo ni sus ojos ni sus cuerpos.
¿Me verían ellos a mí cuando les atacaba por las noches? ¿Sus cuerpecitos se ponían en tensión al ver en mis ojos el deseo y el hambre? Los niños siempre me gustaron, estaban sabrosos... Aquí no me dan de comer y, si lo hacen, los alimentos son verduras secas y sin sabor. ¡Yo quiero carne! ¡Maldita sea!
El rojo, dulce sabor del rojo. Su carne en mis dientes chirriantes mezclada con el caldo de sopa estaba deliciosa. Recuerdo cómo me caía el líquido rojo y caliente por mis labios embaucadores y endemoniados. Se necesita mucho tiempo para preparar una buena sopa. Esos policías no daban crédito a sus ojos al recibir mi receta por correo. Ellos dicen que estoy loco, pero es mentira... El problema es que ellos nunca han probado su sabor.
Clap... Clap...
Palmadas, palmadas... ¡Otra vez las palmadas! ¿Por qué se burlan de mí esos niños? No, estoy seguro de que no son los niños sino ella...
La puerta se abre con un fuerte chirrido y por ella entra un hombre alto, uniformado con el traje de guardia. Yo sé que soy el demonio, pero esos hombres insignificantes no son ni mucho menos ángeles. Simplemente quieren acabar conmigo por mis curiosos hábitos alimenticios.
Aun así, ese hombre está muy fuerte. Seguro que si le insulto me dará una buena paliza. El dolor siempre me gustó, desde los castigos del orfanato hasta las patadas que lanzaban mis víctimas cuando las cogía entre mis brazos y las atrapaba.
—¿Tienes hijos? —comienzo.
—Estás delirando, monstruo —quiere evitar mi pregunta. Me mira con repugnancia porque sabe quién soy y lo que he hecho. Obviamente, tiene hijos. Si no los tuviera me habría lo habría negado desde el principio.
—Recuerdo ver en las noticias todos aquellos telediarios en los que padres desconsolados buscaban a sus hijos por las calles o por rincones abandonados de la ciudad mientras que yo sabía que no les encontrarían —continuo con la mirada clavada en sus pupilas llenas de terror y asco—. ¿Cómo les iban a encontrar si yo me los había comido?
Suelto una risotada. Para muchas personas mis risas se definían como los gritos de los niños que sucumbían en mi interior. La tensión puede con el guardia y saca su porra del cinturón, se encamina hacia mí y yo me pregunto si los niños a los que ataqué me verían venir como yo veo a mi futuro agresor. Claro que para mí lo que sucederá a continuación será placentero.
El guardia me da en la cara un golpe demasiado fuerte y bonito como para dejarme sin conocimiento y vuelve a golpearme y después otra vez y otra y otra... Me siento bien. Cada golpe me produce un tremendo placer.
Clap. clap.
¿Dónde está ella? Acabada la faena, el guardia me levanta. ¿Me lleva a verla? Es curioso. Aún recuerdo su sabor. Su carne estaba tierna y agria. Me pareció muy raro cómo su carne se reblandeció al morir ella porque cuando momentos antes estábamos jugando, ella estaba muy tensa.
Ella formó parte de mi primera sopa... Fue el plato al que menos atención presté, pero el que más me gustó. Desde entonces siempre he querido reencontrarme con ese sabor.
Clap. Clap.
Las palmadas resuenan por el pasillo. ¿Estará al fondo de este corredor? ¿Estará al final aguardando mi llegada?
Sé lo que me espera. Llevo años jugando con la muerte y ahora aquella a quien yo llamaba amiga viene a por mí. Al fondo del pasillo veo cómo mi destino silencioso pero amargo me roza el alma.
Clap, clap.
Ahí está mi trono. El asiento de Zeus. A su lado está ella, mi niña, con su vestidito blanco jugando a las palmas, clap, clap, como la primera vez que nos vimos. Clap, clap, me sientan en la silla y me atan las correas fuertemente a las articulaciones, clap, clap, se aceleran las palmadas, clap, clap, quiero llorar, clap, clap, no salen lágrimas, clapclap, no quiero morir, clapclap, luz resplandeciente. Negro.
Clap... clap...