Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

martes, 27 de mayo de 2014

La curiosa realidad de mi esperpéntico amigo.

Abrí la ventana y, al asomarme vi un bulto moverse entre las sombras de la noche y acercarse torpemente a mi edificio. Cuando alcanzó el portal llamó al timbre y yo, pese a no estar muy seguro de quién se podía tratar, le abrí. Al cabo de unos largos minutos de espera, el bulto llamó a la puerta de mi casa. Respondí a esa llamada abriendo la puerta y encontrándome cara a cara con él. Ante mí tenía un hombre alto con las piernas demasiado largas y los brazos muy cortos. Vestía ropa de mercadillo, no porque fuera fea (ya que era muy elegante), sino porque los raspones de las rodillas en los pantalones o los descosidos en las mangas de la chaqueta o el pañuelo amarillento que antes era blanco, supuse, que llevaba al cuello de tal forma que no pareciera un pueblerino sino más bien un hombre de clase alta. Su cara era redonda, con dos grandes ojos negros bizcos y un bigotito que hacía de frontera entre unos labios pálidos y una nariz rosada. Cuando habló lo hizo con una voz carrasposa y algo aguda:
-Buenas noches, no sé si me conocerá, pero me llamo Topolino Buenrincón, aunque se me conoce como Don Topolino.
-¿Cómo no voy a conocer a mi propia creación? -respondí yo. El sonrió levemente.
-Venía a hablar con usted sobre un asunto en el que me va la vida.
Le invité a pasar y le ofrecí una taza de chocolate, pero él prefirió tomar un té. Cuando volví de la cocina, él cogió su taza con el meñique y el pulgar y levantó los otros tres dedos de la mano. Sorbió ruidosamente mientras yo me acomodaba en el sillón del salón de mi casa.
-Y, bien, ¿de qué ha venido a hablarme? ¿Cuál es ese asunto tan importante?
-Pues verá -comenzó-, he venido a pedirle que cambie mi forma de ser. Es decir, no estoy contento con mi vida. He pasado en este inhóspito mundo muchos años, tantos que ya he perdido la cuenta y aun así, aún aparento ser joven. Eso es gracias a que usted me creó, pero como verá, me hizo de una forma un poco rara. ¿Cómo es posible que mis piernas sean tan largas y mis brazos tan cortos?
Me fijé en sus extremidades. Cuando le creé sabía lo que hacía y pensaba que eso haría gracia a las personas que leyeran sus historias, pero en aquel momento me di cuenta de que para mi personaje aquella diferencia en la longitud de extremidades podría suponer una gran dificultad a la hora de realizar algunos movimientos.
-Por favor, señor, acorte mis piernas o acorte mis brazos, pero cámbieme. ¿Sabe que mi sueño desde que era pequeñito ha sido tocarme la punta de los pies? Pero fíjese lo mal que estoy hecho que, incluso estirándome todo lo que puedo, mis manos tan solo alcanzan las rodillas -se quejó él con una muestra de tristeza en su voz.
-No puedo cambiarte, amigo mío. Creo que ni la más actual de las cirugías lograría deshacer semejante cambio -me disculpé.
-¿Acaso no confía usted en la medicina?
-La medicina ofrece curar dentro de cien años a los que están muriendo ahora, así que me temo que no -confesé.
-Pero, usted podrá cambiar otras cosas ¿no? -dijo él con algo de confianza en mí. Su mirada bizca brillaba con esperanza- Tal vez podría curarme de mi claustrofobia.
-¿Qué problemas le ocasiona esa claustrofobia? Que yo sepa, no escribí nada acerca de fobias cuando le creé -pregunté con cierta curiosidad.
-¡¿Qué qué problemas me ocasiona?! ¡Como se nota que usted no la padece! -exclamó moviendo sus bracitos de un lado para otro- Apenas puedo entrar en los sitios sin sentirme incómodo. Y con el grado de claustrofobia que yo tengo, ducharse es complicado. Apenas puedo cerrar la cortina de la ducha sin sentir que las paredes se cierran sobre mí.
Asentí compresivo. Eso explicaba el olor a sudor que le acompañaba. En aquellos momentos deseé que no se acomodara mucho en mi sillón, o el pestazo no se iría ni lavando la funda de los cojines.
-Tampoco puedo conducir, ni entrar en un vehículo, ni siquiera en un autobús... No sabe lo duro que es esto. Tengo que ir a todas partes andando -levantó la mirada, reflexivo-. Creo que esa es la única parte buena de tener las piernas largas.
-¿Ve? Al final no es tan raro como dice ser -intenté convencerle.
-Tiene usted razón. ¿Sabe quiénes son raros? Todos los miembros de mi familia.
Arqueé una ceja. Creí recordar que su familia consistía en sus dos abuelos, uno de ellos muerto, su madre y su perra.
-¿Por qué son raros? -pregunté divertido.
-En primer lugar, mi abuela debe ser la única abuela que cocina mal en todo el mundo. ¿Por qué hizo una abuela que cocina mal?
-Creí que sería gracioso -me limité a decir. Él me recriminó con la mirada.
-Claro, como usted no tenía que comerse su comida... Recuerdo un día en el que la buena mujer me cocinó unas lentejas. O eso era lo que se suponía que eran. Fíjese lo malas que debían de estar que, le di la vuelta al plato y no cayeron. Se las intenté dar a la perra, pero ni las olfateó. A todo esto, el espectro de mi abuelo se encontraba sentado allí sentado, frente a mí. Según él, el paraíso es muy aburrido.
-¿Y cómo salió usted de aquel aprieto? -pregunté. Era curioso que mi propio personaje tuviera historias que ni siquiera yo conocía.
-Pues acabé comiéndomelas. Fue duro. Cada tres cucharadas, te dabas unos golpes en el pecho y le pedías con un hilo de voz un poco de agua. El único problema era que ella te respondía cosas tan simples como: “Es que si bebes se te va a llenar el estómago de agua” -imitó su voz a la perfección-. Obviamente tú te sentías roto por dentro. Pero vamos a ver, ¿acaso aquella bruja no veía que lo que le estaba pidiendo no era por darme el placer de beber sino por lubricar la papa del esófago para que baje mejor?
Solté una carcajada sin llegar a comprender realmente sus penas, sin identificarme con él. Él, sin embargo, parecía ofendido con la vida que le había tocado vivir.
-Y ya de mi perra ni le hablo, si tanta gracia le ha hecho mi abuela.
-No, por favor, continúe. Disculpe mi falta de comprensión -él se quedó mirándome durante unos segundos y después continuó contándome sus desgracias.
-Pues verá, que mi perra vive como una marquesa.
-Bueno, eso es lógico. Casi todas las mascotas viven como nobles en sus casas -comenté, sin antes haberme sorprendido al oír aquello.
-No me ha entendido. Mi perra tiene un título nobiliario. Se llama Lady Isidora de Chucheldorff -al oír aquella noticia me quedé asombrado. ¿Creé una perra noble?- ¿Cómo es posible que mi perra sea de la realeza y yo no?
-Ciertamente, ahí me ha pillado usted. No tenía ni idea de que yo hubiera creado dicho personaje -confesé.
De repente, sacó del interior de su chaqueta un reloj de bolsillo y lo miró. Frunció el ceño y se levantó rápidamente del sillón.
-Me gustaría seguir contándole mis penurias, pero debo irme. Se me ha hecho muy tarde. Ya son las veinticinco y media de la noche y mañana tengo que trabajar.
-¿En qué trabaja? -pregunté mientras me levantaba del sillón y le acompañaba a la puerta.
-Soy guardacostas en la playa de Madrid.
-No esperaba menos de usted -dije cerrando la puerta tras él. Después puse varios ambientadores por todo el salón, para que se disipara el olor.
Así era mi esperpéntico amigo.


domingo, 25 de mayo de 2014

Recuerdos para Kevin Doe

Abrí la ventana y las notas de música entraron a través de ella. Asomé la cabeza y vi la misma calle de siempre. Una avenida peatonal con múltiples personas yendo y viniendo sobre su calzada. Cada persona era única: podían tener bigote o no; tener pelo largo, corto, encrespado, de punta; ojos claros, oscuros, pardos; o simplemente no destacaban de los demás y vestían a la moda, con el peinado más común de las revistas, ocultaban sus ojos tras gafas de sol...
Sin embargo, aquella mañana había una persona que no solía estar por allí. En la fachada de un edificio, unos metros alejado del portal, se encontraba un hombre de pelo largo y castaño, una barba mal afeitada alrededor de la boca y alto. Vestía una camiseta gris, tejanos negros con un cinturón de cuero, zapatos del mismo color que los pantalones, una chaqueta marrón larga y una bufanda gris. Tal vez fuera un estilo algo clásico, pero a él le sentaba bien. Sobre su hombro descansaba un violín. En la parte baja, él lo sujetaba con su barbilla. Con una mano cubierta por un guante que no cubría los dedos sostenía la varilla. Las cuerdas de la varilla rozaban las cuerdas del violín. A sus pies descansaba un gato naranja y algo escuchimizado. Junto al gato, un sombrero invertido protegía las pocas ganancias del violinista.   
El violinista levantó la mirada y se cruzó con la mía. Él me sonrió y yo me introduje de nuevo en el calor de mi piso. Debía ir a trabajar. Cambié mi pijama por un traje elegante gris y me preparé para la rutina.
Bajé al portal, salí al exterior y el frío madrugador azotó mis mejillas. Me resguardé en mi abrigo y crucé la calle. Divisé al violinista unos metros más atrás y continué mi camino. Me aseguré de que las carpetas que llevaba bajo el brazo estuvieran seguras ahí mientras caminaba. De repente una ráfaga de viento sopló e hizo que unos papeles que no estaban en el interior de mis carpetas salieran volando unos metros más atrás.
Salí corriendo tras ellos lo más rápido que mis tacones me lo permitieron. Frené rendida y con los pies aullando de dolor. No podía pillar aquellos dichosos documentos. Me doblé sobre mí misma para recuperar el aliento. Ya no escuchaba la música del violín, pero eso no importaba en aquellos momentos. No sabía qué documentos se habían ido volando, pero seguramente fueran importantes. Me maldije a mí misma por ser tan torpe como para perder unos papeles de los cuales dependía mi trabajo.
Sin esperarlo, una mano me tendió los documentos algo arrugados. Levanté la cabeza y mi mirada volvió a cruzarse con la del violinista. Él me mostraba amabilidad con su sonrisa torcida. Cogí los documentos y los guardé en una carpeta con alguna dificultad. El violinista, acompañado por su gato se giró y volvió junto a su sombrero, se colocó el violín correctamente y siguió tocando aquella plácida música. Yo me acerqué y le eché unas monedas en el sombrero y el susurró:
-Esta va por usted, señorita -y comenzó a tocar otra pieza, esta vez más lenta y mucho más apasionada. Yo le di las gracias y, antes de marcharme, pregunté:
-¿Cómo se llama?
-Kevin Doe, señorita -dijo él amablemente.        
Asentí con la cabeza, dando a entender que jamás le olvidaría. ¿Cómo olvidarse de un personaje tan peculiar?
No obstante, aquella fue la última vez que vi a Kevin Doe.
*             *             *
Cuando apareció aquel violinista por la estación simplemente pensé que sería otro artista ambulante que iría pidiendo algunas monedas en los trenes a cambio de música barata y algo de pena, pero me equivoqué.
Simplemente se sentó en un banco y comenzó a hacer lo que mejor se le daba, tocar el violín. Su música era preciosa, flotaba en el aire como pompas de jabón, le daba alegría a la estación. Yo esperaba que tarde o temprano parara y se subiera a algún tren, pero no lo hizo. Tan sólo paró para dar de comer a su gato y, de paso, comer él también un bocadillo de jamón con pan duro de hacía un par de días, supuse.
Curioso me acerqué y, con cuidado de no pisar a su gato naranja y de no tirara el sombrero en donde se encontraban algunas de las ganancias del hombre, me senté a su lado, en el banco. Supongo que ver a un guardia de estación acercarse siendo u n músico mendigo no debe ser plato de buen gusto para nadie. Él sin embargo me miró de reojo y me saludó con un movimiento de cabeza, sonriente.
Yo le miré fascinado y le pregunté:
-Señor, ¿va usted a coger algún tren?
Él, sin dejar de tocar, negó con la cabeza.
-Tal vez al final del día, para volver a casa -comentó-. De momento estoy bien aquí. ¿Hay algún problema sin me quedo, agente?
-Siempre que toque esa música bien y no arme ningún jaleo, es usted libre de quedarse aquí todo lo que quiera -le aclaré.
Él me lo agradeció y se hizo el silencio entre nosotros dos. De nuevo volví a preguntar:
-¿Tiene nombre artístico?
-No. Simplemente soy Kevin Doe.
-Debería ponerse un nombre artístico -le sugerí-. Triunfará más si se pone un nombre artístico.
-Cuando eres un trotamundos como yo, rara vez la gente te recuerda -dijo él-. Piénselo. Toda las personas que pasan por aquí con sus marionetas, instrumentos o trucos de magia, todos ellos con ganas de triunfar pero, realmente, ¿usted cuántos recuerda?
Tragué saliva. Intenté recordar a alguno, pero no tenía ningún recuerdo de algún músico ambulante, ni siquiera de los que habían pasado el día anterior. De repente, Kevin Doe paró de tocar, se levantó y dijo:
-Debo volver a casa, agente. Que pase buena noche.
Y esa fue la última vez que vi a Kevin Doe.
*             *             *
-¿Cómo ha dicho que se llama? -pregunté, recostado en la silla de mi despacho.
-Kevin Doe -respondió el músico ambulante que tenía frente a mí.
 Él era otro de esos músicos que vive a costa del dinero de otras personas y que aspira a ser algo inalcanzable, músico profesional. Algunos pocos lo conseguían, pero debían destacar por encima de una gran mayoría y normalmente se debía a que tenían parientes de relevancia artística.
-De acuerdo, señor Doe, tóqueme alguna canción de su disco -le reté. Normalmente la mayoría caían cuando les pedía una prueba de su genialidad.
-Pero, señor, tiene usted ahí el disco -señaló con su dedo el CD que momentos antes me había entregado. La decisión estaba tomada, si no podía tocar en vivo, no lograría llegar muy lejos y por lo tanto, yo no iba a perder mi dinero patrocinando su disco.
-Pues, entonces, me temo que...
La música de su violín me interrumpió. Era una música preciosa, una melodía que tal vez estuviera grabada en aquel disco, pero que yo no me había molestado en escuchar. Estuve atento durante todo el recital, intentando ser profesional y no parecer asombrado.
Al acabar él de tocar, me levanté y alcé mi mano para estrechársela.
-Enhorabuena, señor. Creo que me apetece invertir mi dinero y tiempo en su disco, solamente me faltan dos cosas: la primera, el nombre del disco y la segunda, su nombre artístico -dije-. Entiéndame, Kevin Doe es un nombre curioso, pero un nombre artístico atrae más.
-Creo que me llamaré... Globetrotter, trotamundos -dijo él, guardando su violín en su funda-. Y el disco quiero que se llame Remember me.
-¿Por qué ese nombre? -pregunté.
-Quiero crear recuerdos para siempre. Con este disco estoy consigiendo lo de para siempre.

 Y así fue como conocí a Kevin Doe.