Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

sábado, 1 de junio de 2013


En esta historia, un hombrecillo con bigote blanco vende un paraguas a Elisabeth y a su hija por una libra. Esto es lo que pasa tras despedirse del hombrecillo.

1libra por un paraguas.
-¡Caramba, mamá! ¡Qué prisa lleva!
Mi madre no dijo nada. Ella nunca se esperaba cosas buenas de los desconocidos. En mis doce años de vida, jamás he visto a mi madre confiar en algún vendedor ambulante, o incluso en los viejecitos del parque que daban de comer a las palomas. Agarró fuertemente el paraguas en su mano y miró al hombrecillo, que había desaparecido en un callejón.
Yo me fijé en el mango del paraguas y observé que tenía un pequeño grabado en forma de corazón. Tiré de la manga del abrigo de mi madre y esta me miró todavía seria. Yo le dije que mirara el mango del paraguas y que viera el curioso grabado. Mi madre alzó el paraguas y observó detenidamente el mango y los ojos se le abrieron como platos. Yo temía que de repente la hubiera dado un ataque cardíaco, pero no fue así. Rápidamente abrió el paraguas, me agarró la mano fuertemente y tiró de mí mientras caminaba con paso firme por la acera.
Prácticamente mi madre era la única que se tapaba con el paraguas, porque yo iba detrás de ella empapándome los zapatos con los enormes chacos que había en el asfalto y que eran imposibles de esquivar.
Llegamos a una calle estrecha por la que apenas había espacio para dos coches. Las casas eran de ladrillo marrón y tejados de pizarra negra con chimeneas del mismo ladrillo que las paredes. A ambos lados de la calle había pequeños árboles de cuyas hojas colgaban gotas de agua. De repente mi madre se paró en seco y yo casi pierdo el equilibrio por su culpa. Miré a mi madre extrañada:
-¿Qué bicho te ha picado, mamá? Mira cómo tengo los zapatos-dije señalando mis mojados y embarrados zapatos con mi dedo índice, pero mi madre no pareció escucharme. Tenía la mirada puesta en la puerta negra que se levantaba frente a nosotras. Mi madre parecía insegura, aun así se acercó, llamó al timbre y miró el paraguas de seda azul que aquel extraño hombrecillo nos había vendido por una libra.
La puerta se abrió lentamente y detrás de ella apareció un hombre alto, delgaducho, de pelo marrón peinado, y vestido con una camisa y unos vaqueros. Era mi padre. Mi madre extendió el brazo, cediéndole el paraguas. Mi padre cogió el paraguas y lo arrimó a su cuerpo. Levantó la cabeza y dijo que lo mejor sería que entráramos, no quería que cogiéramos un resfriado.
Mi madre resopló y en un principio se negó, pero yo insistí en entrar y ella no tuvo más remedio que hacerme caso. Al entrar mi madre pasó de largo, pero yo le di un fuerte abrazo a mi padre y él me respondió con un beso en la mejilla.
Nos sentamos en el salón y mi padre nos ofreció un tentempié. Hacía mucho tiempo que no veía a mi padre. Desde que se divorciaron sólo lo había visto en mi cumpleaños y en Navidad. De vez en cuando llamaba para saber cómo estaba, y nada más. Mis padres no solían discutir cuando estaban casados, pero un día discutieron como nunca lo habían hecho y el enfado no se les pasó a los pocos minutos, como solía pasar.  Yo supuse que era eso lo que ocurría cuando dos personas pierden el amor.
-Pues te parecerá curioso-dijo mi padre-, pero yo también tengo tu paraguas.
-¿Qué paraguas?-pregunté yo con curiosidad.
-No me puedo creer que nunca te hayamos contado cómo nos conocimos y lo que pasó con los paraguas.
Yo miré a mi padre con atención, llena de curiosidad.
*          *          *
Peter salió de la cafetería, donde se acababa de tomar un delicioso Banana Split. Se refugió de la lluvia bajo el toldo de la cafetería. Pensó que podía volver a entrar en la cafetería hasta que amainase la tormenta y mientras, tomarse otro de aquellos deliciosos plátanos aunque, lamentablemente, debía ir a la oficina. Abrió un paraguas azul que llevaba bajo el brazo con dificultad (ya que en la otra mano llevaba su maletín), y sin querer le dio a una señora que pasaba por allí, sosteniendo un paraguas rojo con una mano y un bolso con la otra. La señora dio un gritito y soltó el paraguas. Peter cerró el paraguas y lo dejó en el suelo, junto a su maletín. Le preguntó a la señora si estaba bien y esta respondió que sí, que no pasaba nada. Peter se dio cuenta de que la tela del paraguas rojo de la señora se había salido. Lo recogió, lo cerró y lo arregló, pero al levantar la vista, sus ojos se cruzaron con los de ella y se dio cuenta de lo hermosa que era. Sin querer se le cayó el paraguas al suelo y lo cogió sin apartar los ojos de su mirada.
-Perdona... se te había caído... ¡quiero decir! Se me había caído...Me llamo Peter.
-Gracias... Yo Elisabeth...
¡Elisabeth! Seguro que ese nombre no se le iba a olvidar nunca. Elisabeth cogió su paraguas y salió disparada hacia un taxi que había quedado libre, y tras entrar dentro del coche, echó una última mirada a aquel apuesto hombre que la miraba como si fuera la única mujer en el mundo.
Cuando el taxi hubo desaparecido, Peter salió de sus pensamientos y abrió el paraguas que descansaba junto a su maletín, pero de repente se dio cuenta de que aquel no era su paraguas, sino que era el paraguas rojo de Elisabeth. ¡Debían de haberlo cambiado cuando se le había caído! Buscó el taxi con la mirada, esperando que volviera, pero no lo hizo.
Cabizbajo, Peter se marchó a la oficina, donde le esperaba un largo día de trabajo. Durante horas, estuvo firmando documentos, rellenando formularios, leyendo los currículos e incluso hizo algún que otro crucigrama.
De vez en cuando, miraba por la ventana con la esperanza de ver a Elisabeth por allí, pero eso no ocurría. Media hora antes del almuerzo, miró por la ventana desesperado y, en un despacho del edificio paralelo al suyo, la vio. Al principio creyó que se había vuelto loco, pero no era así, ella era real. Contó los pisos que había desde el suelo hasta donde estaba el despacho y salió corriendo.
Salió de las oficinas, cruzó la calle esquivando coches y llegó hasta el otro edificio. Corrió hasta el ascensor y pulsó el botón del piso en el que se suponía que estaba el despacho. No obstante, al cerrarse las puertas vio que Elisabeth salía del ascensor contiguo a ese. Intentó parar las puertas, pero no lo consiguió.
Tuvo que esperar a que el ascensor llegara al piso del despacho para que pudiera bajar corriendo al vestíbulo otra vez e intentar encontrar a Elisabeth. Lamentablemente, cuando llegó al vestíbulo, no estaba ella. Salió a la calle de nuevo, pero no la encontró. No le podía estar pasando aquello, la había perdido dos veces en el mismo día.
Pese a que estaba lloviendo, dejó el paraguas rojo cerrado sobre la acera y se fue caminando con los bolsillos en las manos, enfadado. Recorrió varias calles y de repente vio cómo el paraguas rojo abierto bajaba del cielo como si estuviera volando. No lo podía creer. Encima le había tocado un paraguas acosador. Agarró el mango para apartarlo de su camino pero, de repente, un fuerte viento sopló y tiró del paraguas. Peter se agarró fuertemente al mango y también fue arrastrado con él.
Mientras tanto, Elisabeth caminaba por las calles de Londres sin rumbo fijo, esperando encontrarse a Peter para poder cambiarle el paraguas. Al cabo de unos minutos sosteniendo el paraguas para refugiarse de la lluvia, notó que el mango empezaba a vibrar y por lo tanto, lo soltó asustada.
El paraguas empezó a bailar por el aire como si estuviera vivo y avanzó en dirección a la de Elisabeth. Ésta, asombrada, decidió seguir el paraguas para ver a dónde le llevaba. Recorrieron las calles de Londres bajo la lluvia hasta que llegaron a la cafetería donde se había encontrado con Peter y, una vez allí, el paraguas cayó muerto al suelo.
Elisabeth lo recogió y se preguntó qué podía haber pasado. Entonces un fuerte viento sopló y vio cómo aparecía su paraguas arrastrado por el viento y, agarrado a su mango, Peter. El paraguas y el hombre chocaron contra el escaparate de la cafetería y en un rápido movimiento, Elisabeth lo ayudó a levantarse.
-Hola-dijo él.
-Hola-dijo ella.
-Solo quería devolverte el paraguas-dijo Peter, entre suspiros-. No sé dónde lo comprarías, pero puedo asegurarte que es un paraguas la mar de revoltoso...
No pudo terminar de dar explicaciones porque Elisabeth le envolvió con sus brazos como si fueran tentáculos y le besó en los labios. Peter se dejó llevar, puso sus manos sobre la cintura de Elisabeth y bebió de aquel beso, que tenía sabor a fresas.
Tal vez fuera por eso por lo que no vieron a los dos paraguas elevarse hacia el cielo, juntos, como si estuvieran cogidos de la mano.
*          *          *
-Y así fue cómo tu madre yo nos conocimos-sentenció mi padre.
Aquella había sido la mejor historia que había oído en mi vida. Me parecía increíble que dos paraguas hubieran unido a mis padres.
-Os parecerá curioso, pero me lo vendió esta mañana un hombre mayor con un curioso bigote blanco por una libra.
Mi madre y yo nos miramos la una a la otra con los ojos como platos. ¡Era imposible!
De repente lo comprendí todo, los paraguas los habían unido al principio y ahora que se habían separado, querían volver a unirlos. Aquello era increíble. Cuando salí de mis profundos pensamientos vi que mi padre y mi madre se estaban abrazando apasionadamente, como si hubieran estado mucho tiempo deseando hacerlo.
Yo miré hacia la ventana (me daba mucha vergüenza estar con mis padres en aquella situación) y a través de esta vi al curioso hombrecillo con un cartel enorme que decía:
1libra por un paraguas,                                                                                                                             un paraguas por un amor eterno.