Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

sábado, 8 de noviembre de 2014

I´ve always wanted to practise extreme ironing.


Do you think ironing is a way of torturing yourself? Are you tired of the long hours you expend near the ironing board? It´s true that ironing may seem the worst of the punishments of the hell but that only depends on your imagination and the place where you do it.
This crazy wish appeared inside of me one day, when I was in the bus in the way to school. Suddenly I noticed that my shirt was creased and that it needed to be ironed. The only problem was that I didn´t have any method of ironing it in the bus. Nobody can imagine how much I thought about this issue until I reached a conclusion: why I couldn´t iron my shirt in the bus?
While surfing in the Net I discovered a new strange sport called “Extreme Ironing”, which consisted in ironing your clothes in strange places. I saw pictures of people ironing while they were climbing the Great Canyon or while they were riding their bicycles, even while they were doing parachute jump!
I was so fascinated that I wished I could do that kind of things too. In fact, I tried to go out with the ironing board with the idea of taking some pictures of myself ironing in the street or in a strange place, but my mum forbade me to do it. I tried to explain her that I wanted to do it because it would be funny, but my mum thought it was stupid rather than funny. 
So until now I haven´t tried extreme ironing, but at the moment I can afford my own iron I will travel to the most unexpected places for taking photos of myself ironing.

domingo, 2 de noviembre de 2014

La canción del monstruo.


El primer profesor que vi, la primera mujer a la que besé, mis primeras palabras, mi verdadero nombre... todo eso volvió a mí tras la noche en el puente, la noche en que el monstruo salió al exterior junto con su angustiosa existencia.
Llegué a aquel pueblo una noche del otoño más frío que recuerdo con la única aspiración de retirarme de mi vida en la ciudad y dedicarme a la lectura de aquellos libros que siempre quise leer y la recopilación de mis recuerdos en una autobiografía que yo sabía que a nadie le interesaría, pero que para mí era importante.
Mi nueva residencia se situaba en un islote en el centro de un lago muy profundo y de aguas negras. Los árboles escalaban hacia el cielo con troncos finos y blancos rayados con manchas generalmente de musgo o madera de otro color. Las ramas estaban desnudas y el suelo cubierto de hojas. Bajé del carro y mi instinto hizo que me llevara las manos enlazadas y formando un ovillo a la boca para soplar en su interior y calentarlas. Hacía frío y, al respirar, el vaho perceptible tan solo a la luz de la luna llena salía de mi boca y mis fosas nasales. Me adentré en la casa que se alzaba frente a mí, una cabaña modesta que no constaba de más de cinco habitaciones, pero que era lo suficientemente grande como para pasar los próximos meses hasta que me acostumbrara a ella o encontrara algo mejor.
La vida en aquel islote era tranquila. Levantarse por la mañana, dar un largo paseo, desayunar y después dedicarme a la lectura y a la escritura durante horas hasta que mi vista se cansaba y salía fuera a charlar con los vecinos.
Encontraba especialmente agradable la compañía de un matrimonio con un solo hijo que vivían en la casa más próxima a la mía. Iba allí todas las tardes a tomar el té y charlábamos de nuestra juventud y de los acontecimientos y cotilleos en el pueblo. El niño siempre se sentaba a nuestro lado y comenzaba a jugar con sus marionetas o sus figuritas de madera.
El malestar comenzó cuando una tarde, el niño me enseñó un nuevo juguete, una caja pequeña con una manivela en un lado. El niño comenzaba a darle vueltas a la manivela mientras una música estridente y rápida sonaba y después, al soltarla, la música se volvía más lenta y mucho más molesta. Pasé la primera media hora de la tarde escuchando la música, intentando ignorarla, pero no podía. Al matrimonio que me acompañaba, sin embargo, no parecía molestarle la música. ¿Cómo no podían percatarse de aquel ruido ensordecedor?
-¿No le parece dulce la música de esa cajita? -preguntó la señora.
Tras esta pregunta no me cabía duda de que debían estar burlándose de mí, así que me disculpé educadamente y me retiré a la seguridad de mi casa. Aquella noche escribí sobre el primer profesor que vi.
Los días pasaron y la musiquita no paraba de sonar en mi cabeza. El niño se paseaba por el islote con la cajita que nunca llegaba a abrirse porque el niño siempre giraba la manivela cuando la música acababa. Durante esos días escribí sobre la primera mujer a la que besé, mis primeras palabras y lo más importante, sobre cómo acabar con la dichosa musiquita de la caja.
Una noche vi que el niño bajaba a la orilla del lago con un cubo de madera colgando de un brazo y con la caja en ambas manos. Era mi oportunidad de deshacerme de la cajita y de aquel ruido de una vez por todas.
Le seguí a una corta distancia ocultándome en las sombras, evitando que me viera. La música seguía sonando.
Ti... to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
Llegamos a la orilla del lago y él se arrodilló, demasiado cerca del agua. Dejó la cajita musical en el suelo, con la manivela todavía girando.
Ti. To. Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Me acerqué sigilosamente. Acerqué mi mano a su cabeza. Apenas había unos centímetros entre mis dedos y su pelo.
Ti, to, ri, to, ri, ro, ri, ro.
Agarré su cabeza. Hundí su cabeza. Chapoteaba. Las burbujas rompían. No gritaba en el aire. Aullaba bajo el agua.
Titoritoriroriro.
De repente deja de moverse. Sus brazos se mantienen inmóviles, hundidos en el agua, al igual que su cabeza. Sus cabellos están mojados y embarrados. El cubo de madera flota a su lado, tumbado sobre la superficie del agua.
Ti... to... ri...
La música no sonaba y la manivela se había detenido momentos antes. La caja descansaba junto al cuerpo del niño, pero ya no estaba cerrada. En la parte superior había un arlequín con una mirada diabólica que llevaba un sombrero rojo y negro, como el muelle que tenía en vez de sus piernas. El monstruo había salido de la caja que lo encerraba.
El pánico me agarró y por mucho que intenté ordenar mis ideas, no podía librarme del miedo. Hice lo primero que se me ocurrió: cogí el cadáver del niño, subí al puente de acceso a la isla -que no se encontraba muy lejos- y desde lo alto tiré el cadáver al lago. El cuerpo no tardó mucho en hundirse. Después arrojé la caja de música lo más lejos que pude y el último sonido que escuché salir de ese objeto endemoniado fue el chapoteo del agua al entrar en contacto con él.
Volví a mi casa lo más rápido que pude, deseando que nadie me hubiera visto cometer el asesinato. La música ya no sonaba y esto hizo que me tranquilizara hasta tal punto que aquella noche dormí bien por primera vez en muchos años.
Me despertó el ruido de la puerta a la mañana siguiente. A medida que me acercaba a la entrada de la casa escuchaba las voces preocupadas de mis vecinos.
-Abra ya, por favor -decía el hombre.
-Ojalá pueda ayudarnos... -suspiraba la mujer.
-¿Cuál es el problema? -la pregunta chocó contra el chirrido de la puerta al abrirse.
-Disculpe las molestias, caballero, pero necesitamos su ayuda. Nuestro hijo ha desaparecido, hemos estado buscándole toda la noche y pese a todos nuestros esfuerzos por encontrarle, no hemos hallado ni rastro de él -la mujer escupía las palabras presa del pánico. Intenté mostrarme serio, pero en mi interior me sentí aliviado y contento. No sospechaban nada de mí.
-Denme cinco minutos para vestirme y acudiré con ustedes al pueblo a preguntar a los vecinos por su hijo -les ofrecí mi ayuda, seguro de mí mismo-. No se preocupen, le encontraremos -añadí.
Me preparé y salí de mi casa, en dirección al puente. Al llegar vi que el matrimonio se encontraba en compañía de un oficial de policía. Entonces perdí la serenidad que había estado manteniendo hasta ese momento. La música volvió a mi cabeza y a medida que me acercaba hacia ellos, ésta crecía.
Ti... to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
¿Acaso me estaban engañando? Sabían lo que había hecho y querían entregarme a la policía.
Ti. To. Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Cada vez estaba más cerca de ellos.
Era imposible, no podían haberme visto. Sólo mi profesor me vio, volverá a pegarme como hacía en mis primeros años en el orfanato...
Ti, to, ri, to, ri, ro, ri, ro.
Les alcancé. Me agradecieron lo que estaba haciendo por ellos. ¿Me tomaban por estúpido? ¿Creían que iba a caer tan fácilmente en la trampa? No podía volver a caer en más trampas. Cuando era pequeño, mi tutora ya me puso demasiadas trampas para besarme.
Titoritoriroriro.
-¿Se encuentra bien? -preguntó el oficial.
Traté de hablar. No salían más palabras. Mi mandíbula no se movía. No podía volver a balbucear como en mi juventud. Tartamudear era malo y dolía.
-Yo... yo... l... lo... ma... a...te.
Ti... to... ri...