Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

domingo, 24 de enero de 2016

Lecciones de una caja tonta


Vivimos en un mundo lleno de tecnología, con máquinas dispuestas a facilitarnos la vida, entretenernos e intentar enseñarnos lo que generaciones pasadas aprendieron mediante los libros, que a día de hoy son fuentes de conocimiento que van cayendo irremediablemente en el desuso. Si las antiguas formas de aprendizaje caen, lo que a cualquier lector nato deberá parecerle una infamia, nuestra sociedad debe encontrar nuevas formas para la enseñanza y, si nos jactamos de tener un mundo tan tecnológico a nuestra disposición, ¿por qué no utilizarlo para dicho propósito? Se podrían usar ordenadores Mac, iPhones, iPads, iPods… todos productos para aquellos que no se preocupen por el “I pay”. Pero esos productos son caros y debemos recordar que a día de hoy, el tren del dinero ha partido hacia otros países de Europa dejando a España en la cuneta y haciendo autoestop. Por eso se necesita un medio barato de difusión de conocimiento y, sin duda alguna, el más extendido en nuestra sociedad es la televisión, además de ser gratuita. Sin embargo, creo que tal vez la televisión no sea el medio de propagación de ideas más adecuado.
Hay infinidad de programas dedicados a la cultura, a la propagación de la enseñanza. Desde que somos bebés nuestros padres nos ponen programas infantiles que nos enseñan las letras y los números, ¡incluso música clásica! Los dibujos animados hacen canciones con las que nos es fácil aprendernos las tablas de multiplicar o nos enseñan obras de literatura clásica de una forma en la que el lado oscuro de la misma se vea disminuido, donde la maldad siempre pierde ante la bondad y los héroes encuentran el amor, lo que incita a los niños a soñar e inventar historias.
Pero a medida que vamos creciendo, esos programas comienzan a ser menos educativos y a mostrarnos “la realidad”, con la intención de enseñarnos qué es la vida. El problema de esa “realidad”, a la que se hace alusión entre comillas, es que es falsa. Es la realidad que quieren que veamos, una realidad que favorece a unos pocos y rechaza a muchos. Las situaciones de dos enamorados se ven perturbadas por un personaje maligno que amenaza con destruir dicho amor en beneficio propio. Las letras que antes incitaban canciones ahora muestran titulares que hablan de la vida privada de famosos con más dinero que neuronas o ataques terroristas de hombres que arrasan con la cultura debido a su incultura. Los números sólo muestran cuánto han subido los impuestos y cuánto han bajado los sueldos. Y por último, la música clásica ya no se escucha, tan sólo cuando marcas el número de teléfono de la oficina del paro. ¡Qué ironía! A medida que reconocemos el arte en esas notas, más las rechazamos tildándolas de aburridas y somníferas.
“La tele es el espejo donde se refleja la derrota de nuestro sistema cultural” dijo Federico Fellini, director de cine. Federico tenía razón: los programas del corazón, como “Sálvame”, la prensa rosa, como la revista “Hola”, y todos sus seguidores demuestran que ya no importa aprender cosas nuevas, sino que el cotilleo atrae más que cualquier otra cosa nuestra atención. Aún así, lo peor de todo es el ejemplo que la sociedad toma de ellos. La gente se interpone entre una pareja por el cotilleo, por el beneficio propio y por no saber aceptar el rechazo, como hacen los participantes de esos “reality shows” en los que reina la incivilidad. Se crean fidelidades quebrantables y lo único verdadero en nuestra sociedad es que mentimos constantemente. Se utiliza la tele para propagar ideas falsas o tardías, como cuando un político anuncia qué va a hacer después de haberlo hecho. 
Lo que de verdad pone los pelos de punta es el hecho de que ya no se leen libros. Las páginas donde antes se encerraba una buena historia ahora no son nada; dónde antes había un lector, ahora hay un zombie cuya mente ha sido abstraída por la caja tonta, un borrego blanco perteneciente a un rebaño donde la oveja negra es la más culta y la más rechazada.
Los libros servían para difundir ideas, al igual que la televisión, pero no lo daban todo hecho como este “cacharro”, sino que instaban a la persona a formar sus propias ideas. La televisión no, ella sirve ideas chamuscadas y apetecibles en bandeja de plata.

En conclusión, la tele al principio puede tener una función educativa, pero después nos lleva por el camino de la incultura y de las ideas falsas que hacen de la sociedad un conjunto de abejas que van directamente hacia la miel sin plantearse si quiera un porqué. Por ello creo en la primacía de los libros como medio de transmisión de cultura. Para mí, como para muchos eruditos, la literatura es Dios y Belén Esteban, el anticristo.

miércoles, 29 de julio de 2015

Las crónicas de Fredo: el anillo, el jobbit y el armario.

Me hace feliz que estés aquí conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam. 
FRODO

Hace mucho, mucho tiempo todos los pueblos de la Tierra Media se reunían en un descampado de Mordor para darse unos mamporros y desahogar el estrés acumulado durante la semana. Hay que comprender que era una época de diversión limitada, que la televisión no existía y que el wifi sólo se encontraba en la torre más alta de Mordor. Por esto, los pueblos vecinos, al grito de “¡Al turrón!” atacaban a sus contrincantes más odiados. Los elfos daban capones con la barbilla a los enanos, éstos tenían acceso a zonas nobles por ser bajitos y golpeaban a los hombres en la entrepierna y, finalmente, los humanos se pasan con los tirones de orejas a los elfos. Allí había entusiasmo, ganas de divertirse. Moría gente a patadas, pero se lo pasaban en grande. 
Un día ocurrió algo terrible que da pie a nuestra historia. Entre todos los guerreros destacaba uno llamado Saurión, grande, siniestro y un tío muy majo también. Saurión, en una de estas trifulcas, perdió su anillo, un anillo con poder de verdad, poder absoluto… su anillo de bodas. Sólo de pensarlo se le aflojaban las piernas. Debía enfrentarse a sus miedos, juntar todo su valor, toda su sangre fría y decírselo a su mujer.
Su esposa, sensata y razonable, se pilló un cabreo con el que hizo retumbar todo Mordor y le obligó a ir en busca del anillo o Saurión pasaría el resto de su vida durmiendo en el sofá. Saurión se puso en marcha en seguida porque aquella noche tenía guiso de ojos de orco para cenar y debía llegar a tiempo, que eso no hay quien se lo coma frío.
Mientras tanto, el anillo dio muchas vueltas, cambió de manos más que un billete falso. Mus, chinchón, póker… poco a poco se fue perdiendo la pista del anillo hasta que llegó a las manos de dedos rechonchos de un jobbit llamado Bimbo Blusón.
Así, nuestra historia se traslada a la Comarca, más concretamente al barrio entre Benidorm y Marinador (¡qué guay!), Blusón Chapado. Puede parecer Eurodisney, pero puedo asegurar que es mucho más ñoño.
Un día el mago Gandolfo pasó a visitar a su viejo amigo Bimbo, que partía en un nuevo viaje al Himalaya. Cuando finalmente se marchó, Gandolfo pilló al sobrino de Bimbo, Fredo, y a su “amiguito”, Sim, jugando con el anillo de su tío a las novias y las novias. Las malas lenguas decían que Fredo y Sim eran de Narnia y que aún no habían salido del armario. Como Gandolfo no aguantaba a los gandules y holgazanes, mandó a Fredo y a sus amigos a Benidorm a hacer unos recados.
Partió el grupo de jobbits, pero como a éstos les gustaba la fiesta más que una tiza a un tonto, se fueron de copas y obviaron los recados del mago. Tras una noche loca de borrachera, apuñalamientos y bocadillos de chorizo, los jobbits aparecieron en el pueblo de los elfos con un nuevo amigo de nombre Aragón. Los recuerdos de la noche anterior eran confusos: los jobbits recordaron que habían hecho un botellón en un descampado y que unos bandidos enmascarados les habían atacado con la intención de quitarles la bebida. Los jobbits habían luchado con uñas y dientes, pero era su nuevo amigo Aragón el que les había salvado. Después los jobbits se habían ido con éste a casa de su novia en el pueblo elfo.
Tras curar a Fredo, que tenía una cuchara clavada en el pecho, los mejores guerreros de la Tierra Media se reunieron por orden del rey elfo. Éste explicó que los jobbits tenían el anillo perdido de Saurión y que había que formar un equipo para devolvérselo para que así dejara de organizar peleas sin sentido en Mordor. Fredo, que se quería escaquear con la excusa de que él ya había llevado el anillo hasta allí, fue elegido como portador del anillo por listo. También fueron elegidos Aragón, hijo de Alcorcón y heredero a trono de Gondorón; Legoland, de los elfos de Arriba, donde el detergente es mejor; Gilín de los enanos, o mejor dicho gente pequeña, del Norte; Foromir del reino de Gondorón; y por último el mago Gandolfo, que no se perdía una.
El equipo partió y decidieron pasar por casa del primo de Gilín, para saludar. Cuando llegaron vieron que la gruta en la que vivía estaba infestada de orcos. Pelearon duramente, pero resultó que la cueva también estaba custodiada por un demonio enorme cubierto de fuego, con unos cuernos que rozaban el techo (culpa de su mujer). Gandolfo se plantó frente a él.
—¡Detente! No nos das miedo. Lucharemos juntos como uno solo, nuestra unión es nuestra fuerza —Gandolfo miró a sus compañeros, orgulloso por el apoyo que le estaban dando. Al menos, hasta que les vio correr a un túnel de la gruta con una señal de EXIT—. ¡Pero no corráis, insensatos!
El grupo huyó de la gruta perseguido por los orcos. Cuando por fin los despistaron y se dieron cuenta de que el mago se había quedado atrás, la pena y el pesar cayeron sobre cada miembro de la comunidad. Ya no tenían a nadie que aguantara sus bromas pesadas. Poco a poco el grupo se fue disolviendo: Sim y Fredo decidieron partir en un viaje de novias por toda la Tierra Media; Legoland, Gilín y Aragón fueron a la capital porque éste quería conseguir el trono; Foromir, que se sentía solo y marginado, decidió cambiarse de serie y entró en el casting de Juego de Tronos, pero tampoco duró mucho en esa serie; y por último, los demás jobbits se perdieron. Cuentan algunas leyendas que llegaron a una nueva tierra donde vivían unos bichos azules de tres metros  con coletas muy raras junto con James Cameron. Los jobbits se instalaron allí y de su unión con los Nabi nacieron unos seres cantarines llamados pitufos.
Dos películas después, los orcos dominaban la Tierra Media. Saqueaban los pueblos del reino robando sus mujeres y violando a sus ovejas. El caos se cernía sobre aquellos lares, pero Fredo y Sim disfrutaban de su amor en las tierras de Mordor. El único problema era el guía que el hotel les había cedido. Aquel guía, Gollum, que era más feo que pegar a un padre, tenía ciertos trastornos psicológicos de multipersonalidad, bipolaridad y una extraña obsesión por los anillos. Además, Sim sospechaba que Fredo tenía una aventura con Gollum y eso no le hacía ni pizca de gracia.
En una de las excursiones al Monte del Pepino, los jobbits y el sujetavelas de Gollum se encontraron cara a cara con Saurión, que imponía su grandeza ante ellos al otro lado de un barranco de lava y, amenazador, les intimidaba con su maza.
—Tranquilo, cari, yo te protejo —dijo Sim, encarando a Saurión. Fredo le animó con una palmada en la espalda, tal vez demasiado fuerte, porque Sim tropezó con sus enormes pies de jobbit y cayó por el barranco a la lava.
—¡Sim! —gritó Fredo con una angustia creciente en el pecho, pero cuando vio que su novia se había carbonizado como una chuleta en la barbacoa, se dio cuenta de que había testigos del accidente— Que esto no salga de aquí.
Todas las personalidades de Gollum prometieron guardar silencio, pero Saurión no. Quería algo a cambio.
—Tengo tu anillo —anunció Fredo—. Te lo devolveré a cambio de tu silencio.
—De acuerdo, trato hecho. Soy un hombre razonable y hambriento. Estoy deseando comerme el guiso de ojos de orco.
Fredo cogió el anillo y lo lanzó con su bracito de jobbit. Cuando parecía que el anillo iba a llegar a manos de Saurión, una brisa de aire caliente sopló y el anillo se desvió de su objetivo, golpeó una roca y cayó a la lava, donde se fundió con los restos de Sim.
Todos guardaron silencio, sin llegar a comprender qué había pasado exactamente. Saurión rompió el silencio con una frase que describía su temor:
—Esto va a ser difícil de explicar.
Al llegar a su casa, Saurión intentó explicarle a su mujer lo ocurrido. Todo Mordor se sumió en el silencio antes de comenzar a temblar. Las casas se derrumbaron, el volcán entró en erupción y los truenos que se oían gritaban desde el cielo:
—¿Que mi anillo qué? ¿QUE MI ANILLO QUÉ?
—Cariño, te puedo comprar otro… —se excusaba Saurión.
—No intentes arreglarlo.
Aquello fue la madre de todos los cabreos, pero al final todo acabó de un modo pacífico. Aragón se puso la corona y se sentó en el trono vacante, que no era muy cómodo porque tenía muchas espadas en el respaldo. Gandolfo montó una escuela de magia llamada Hogwarts. Credo quiso escribir sus memorias en honor a su amor perdido pero las dejó a la mitad porque no sabía si anillo se escribía con H. Gilín se volvió alcohólico y Legoland inventó la capoeira o algo así.
Todos fueron felices, comieron perdices, excepto Gollum, que comió ranas y sapos. Pero la historia no acaba aquí: en la cueva de Gollum, éste tenía en su poder otro anillo.

—Destruyeron el anillo feo, el feo, pero nosotros tenemos otro —Gollum alzó el anillo del superhéroe Linterna Verde—. Mi tesoro…

Nina y Bo

Hola, soy Bo y no sé cuantos años tengo.  Que yo recuerde, existo desde siempre. Vivo en un planeta muy pequeño y, con la ayuda de mi escoba, barro las estrellas que caen en él. No es muy difícil devolverlas al cielo, basta con darles una patada y se van haciendo ¡FRRR! 
He limpiado todas las estrellas del universo menos una, mi favorita. Es la estrella más brillante de todas y siempre está en el cielo sin moverse. Me encanta pensar que le gusta verme limpiar.
Un día estaba barriendo y me di cuenta de que mi estrella no estaba. En su lugar vi un rayo  de luz blanca que cayó en mi planeta desordenando todo lo que había limpiado. Nunca había visto nada igual, así que me acerqué a ver que era. Caminé bastante hasta llegar a ella y entonces me encontré con la estrella más bonita que había visto jamás. Era una estrella muy rara. ¡Se parecía a mí! Ella se levantó y me miró. Creo que yo también le parecí raro, porque alargó la mano y tocó mi nariz con su dedo. Yo no quise ser mal educado, así que hice lo mismo que ella y después de  este saludo le pregunté:
—¿Eres una estrella?
—Sí, me llamo Nina. ¿Y tú? —preguntó ella.
—Yo me llamo Bo —le dije muy contento.
—Hola, Bo. ¿Tú también eres una estrella? —me preguntó. 
—Mmm… pues no lo sé. Yo no brillo como tú. Yo solo barro —contesté yo. 
—A lo mejor eres una estrella barredora —dijo ella mientas miraba mi escoba
—¿Y por qué no brillo como tú? —pregunté interesado.
—No lo sé —dijo ella encogiendo los hombros.
Puede que fuera un comienzo un poco extraño, pero así es como Nina y yo empezamos a ser muy mejores amigos. Nina era muy simpática. Como no tenía a donde ir decidió quedarse conmigo. Siempre que yo barría, ella escuchaba las historias de las demás estrellas. Yo no oía nada pero, como Nina era especial, sabía que las entendía.
Cuando descansábamos ella me contaba los sitios en los que ella y las demás estrellas habían estado. Decía que había muchos más planetas llenos de gente además de este. Yo no sabía si creérmelo. Si hubiera habido más gente en otros sitios, estoy seguro de que habrían venido a ayudarme con mi trabajo hace mucho tiempo. 
Nina siempre parecía contenta, pero había noches en las que la escuchaba llorar. Creo que era por su luz. Cada día que pasaba Nina se parecía más a mí que a una estrella. Su luz se apagaba.
Un día le pregunté qué le pasaba y ella se quedó mirando al cielo con ojos tristes sin responderme. Creo que quería volver a volar. Como no sabía que hacer seguí con mi trabajo. 
Cuando acabé fui a ver a Nina pero ya no estaba allí. Noté que el viento soplaba muy fuerte y a lo lejos vi como un gran tornado se la llevaba. Empecé a llorar y a perseguirlo pero ya estaba muy lejos. Nina se había ido de mi planeta. 
Muy triste cogí un trozo de papel de mi cuarto de limpieza y fabriqué un avión con él. Lo lancé al cielo y me agarré a sus alas a tiempo. Iba a encontrar a Nina como fuera.
Fui de planeta en planeta buscándola y descubrí que todas las historias que Nina me había contado eran verdad. Eso me hacía echarla mucho más de menos. Los habitantes de los planetas que visitaba siempre me preguntaban por qué la buscaba: 
—¡Es una estrella! —decían— Un día vienen y  al otro se van. ¡No la encontrarás! ¿Por qué la buscas?
Yo siempre les contestaba lo mismo: 
—Hay muchas estrellas en el cielo, pero Nina es especial. Ella es mi muy mejor amiga. ¡Tengo que encontrarla!
Un día llegué a un planeta desierto. Allí me senté y comencé a llorar de nuevo. No había llorado desde que Nina había desaparecido, pero estaba tan cansado y tan triste porque sabía que ella no iba a volver, que no pude  evitarlo.
De repente escuché algo a lo lejos. Al principio creí que era el eco de mis lloros. Pero los que sonaban eran muy agudos y parecían de niña, así que decidí ir a explorar. Seguí los llantos hasta que llegué a una cueva donde brillaba una luz. Entré en ella y me encontré a una niña muy brillante llorando en un rincón. ¡Era Nina! Ella al verme me abrazó súper fuerte:
—¡Bo! ¡Qué miedo he pasado! —dijo ella.
—¡Nina! ¿Estás bien? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste solo? —le pregunté un poco enfadado.
—Yo no quería irme, Bo, pero soy una estrella y las estrellas no podemos quedarnos en el mismo sitio mucho tiempo. Si lo hacemos nuestra luz se apaga y nos convertimos en humanos.
—Pero, Nina, cuando tú caíste en mi planeta ya te parecías mucho a mí. Tú no eres una estrella normal —le contesté yo muy preocupado.
—Eso es porque he estado mucho tiempo viéndote desde el cielo. Mis amigas caían siempre en tu planeta y estaban contigo, pero yo no quería que me enviaras al espacio otra vez. Yo quería quedarme contigo en tu planeta y ayudarte en tu trabajo. Parecías tan solo siempre… Y un día de repente cambié y caí en tu planeta. Llevaba tanto tiempo viéndote trabajar que me había convertido en algo parecido a ti. Pero desde entonces no he dejado de cambiar. Cada día que pasa soy menos estrella —dijo muy triste.
—¿Qué podemos hacer Nina? —le pregunté asustado—Yo no quiero que te vayas. 
—Y no me iré para siempre, Bo. De vez en cuando tendré que marcharme pero siempre volveré para acompañarte y estar contigo. Te lo prometo.
Y después de otro gran abrazo nos subimos en el avión de papel y volvimos a casa. Desde entonces Nina está conmigo siempre que puede. Muchas veces se va mucho tiempo, pero siempre vuelve como me prometió. Cuando Nina no está me tumbo en el suelo todas las noches y miro las demás estrellas. Todas son preciosas y muy brillantes pero no tanto como mi muy mejor amiga. Ella es la más brillante de todas.

Relato escrito por Lucía en colaboración conmigo. Gracias por soñar conmigo.







sábado, 8 de noviembre de 2014

I´ve always wanted to practise extreme ironing.


Do you think ironing is a way of torturing yourself? Are you tired of the long hours you expend near the ironing board? It´s true that ironing may seem the worst of the punishments of the hell but that only depends on your imagination and the place where you do it.
This crazy wish appeared inside of me one day, when I was in the bus in the way to school. Suddenly I noticed that my shirt was creased and that it needed to be ironed. The only problem was that I didn´t have any method of ironing it in the bus. Nobody can imagine how much I thought about this issue until I reached a conclusion: why I couldn´t iron my shirt in the bus?
While surfing in the Net I discovered a new strange sport called “Extreme Ironing”, which consisted in ironing your clothes in strange places. I saw pictures of people ironing while they were climbing the Great Canyon or while they were riding their bicycles, even while they were doing parachute jump!
I was so fascinated that I wished I could do that kind of things too. In fact, I tried to go out with the ironing board with the idea of taking some pictures of myself ironing in the street or in a strange place, but my mum forbade me to do it. I tried to explain her that I wanted to do it because it would be funny, but my mum thought it was stupid rather than funny. 
So until now I haven´t tried extreme ironing, but at the moment I can afford my own iron I will travel to the most unexpected places for taking photos of myself ironing.

domingo, 2 de noviembre de 2014

La canción del monstruo.


El primer profesor que vi, la primera mujer a la que besé, mis primeras palabras, mi verdadero nombre... todo eso volvió a mí tras la noche en el puente, la noche en que el monstruo salió al exterior junto con su angustiosa existencia.
Llegué a aquel pueblo una noche del otoño más frío que recuerdo con la única aspiración de retirarme de mi vida en la ciudad y dedicarme a la lectura de aquellos libros que siempre quise leer y la recopilación de mis recuerdos en una autobiografía que yo sabía que a nadie le interesaría, pero que para mí era importante.
Mi nueva residencia se situaba en un islote en el centro de un lago muy profundo y de aguas negras. Los árboles escalaban hacia el cielo con troncos finos y blancos rayados con manchas generalmente de musgo o madera de otro color. Las ramas estaban desnudas y el suelo cubierto de hojas. Bajé del carro y mi instinto hizo que me llevara las manos enlazadas y formando un ovillo a la boca para soplar en su interior y calentarlas. Hacía frío y, al respirar, el vaho perceptible tan solo a la luz de la luna llena salía de mi boca y mis fosas nasales. Me adentré en la casa que se alzaba frente a mí, una cabaña modesta que no constaba de más de cinco habitaciones, pero que era lo suficientemente grande como para pasar los próximos meses hasta que me acostumbrara a ella o encontrara algo mejor.
La vida en aquel islote era tranquila. Levantarse por la mañana, dar un largo paseo, desayunar y después dedicarme a la lectura y a la escritura durante horas hasta que mi vista se cansaba y salía fuera a charlar con los vecinos.
Encontraba especialmente agradable la compañía de un matrimonio con un solo hijo que vivían en la casa más próxima a la mía. Iba allí todas las tardes a tomar el té y charlábamos de nuestra juventud y de los acontecimientos y cotilleos en el pueblo. El niño siempre se sentaba a nuestro lado y comenzaba a jugar con sus marionetas o sus figuritas de madera.
El malestar comenzó cuando una tarde, el niño me enseñó un nuevo juguete, una caja pequeña con una manivela en un lado. El niño comenzaba a darle vueltas a la manivela mientras una música estridente y rápida sonaba y después, al soltarla, la música se volvía más lenta y mucho más molesta. Pasé la primera media hora de la tarde escuchando la música, intentando ignorarla, pero no podía. Al matrimonio que me acompañaba, sin embargo, no parecía molestarle la música. ¿Cómo no podían percatarse de aquel ruido ensordecedor?
-¿No le parece dulce la música de esa cajita? -preguntó la señora.
Tras esta pregunta no me cabía duda de que debían estar burlándose de mí, así que me disculpé educadamente y me retiré a la seguridad de mi casa. Aquella noche escribí sobre el primer profesor que vi.
Los días pasaron y la musiquita no paraba de sonar en mi cabeza. El niño se paseaba por el islote con la cajita que nunca llegaba a abrirse porque el niño siempre giraba la manivela cuando la música acababa. Durante esos días escribí sobre la primera mujer a la que besé, mis primeras palabras y lo más importante, sobre cómo acabar con la dichosa musiquita de la caja.
Una noche vi que el niño bajaba a la orilla del lago con un cubo de madera colgando de un brazo y con la caja en ambas manos. Era mi oportunidad de deshacerme de la cajita y de aquel ruido de una vez por todas.
Le seguí a una corta distancia ocultándome en las sombras, evitando que me viera. La música seguía sonando.
Ti... to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
Llegamos a la orilla del lago y él se arrodilló, demasiado cerca del agua. Dejó la cajita musical en el suelo, con la manivela todavía girando.
Ti. To. Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Me acerqué sigilosamente. Acerqué mi mano a su cabeza. Apenas había unos centímetros entre mis dedos y su pelo.
Ti, to, ri, to, ri, ro, ri, ro.
Agarré su cabeza. Hundí su cabeza. Chapoteaba. Las burbujas rompían. No gritaba en el aire. Aullaba bajo el agua.
Titoritoriroriro.
De repente deja de moverse. Sus brazos se mantienen inmóviles, hundidos en el agua, al igual que su cabeza. Sus cabellos están mojados y embarrados. El cubo de madera flota a su lado, tumbado sobre la superficie del agua.
Ti... to... ri...
La música no sonaba y la manivela se había detenido momentos antes. La caja descansaba junto al cuerpo del niño, pero ya no estaba cerrada. En la parte superior había un arlequín con una mirada diabólica que llevaba un sombrero rojo y negro, como el muelle que tenía en vez de sus piernas. El monstruo había salido de la caja que lo encerraba.
El pánico me agarró y por mucho que intenté ordenar mis ideas, no podía librarme del miedo. Hice lo primero que se me ocurrió: cogí el cadáver del niño, subí al puente de acceso a la isla -que no se encontraba muy lejos- y desde lo alto tiré el cadáver al lago. El cuerpo no tardó mucho en hundirse. Después arrojé la caja de música lo más lejos que pude y el último sonido que escuché salir de ese objeto endemoniado fue el chapoteo del agua al entrar en contacto con él.
Volví a mi casa lo más rápido que pude, deseando que nadie me hubiera visto cometer el asesinato. La música ya no sonaba y esto hizo que me tranquilizara hasta tal punto que aquella noche dormí bien por primera vez en muchos años.
Me despertó el ruido de la puerta a la mañana siguiente. A medida que me acercaba a la entrada de la casa escuchaba las voces preocupadas de mis vecinos.
-Abra ya, por favor -decía el hombre.
-Ojalá pueda ayudarnos... -suspiraba la mujer.
-¿Cuál es el problema? -la pregunta chocó contra el chirrido de la puerta al abrirse.
-Disculpe las molestias, caballero, pero necesitamos su ayuda. Nuestro hijo ha desaparecido, hemos estado buscándole toda la noche y pese a todos nuestros esfuerzos por encontrarle, no hemos hallado ni rastro de él -la mujer escupía las palabras presa del pánico. Intenté mostrarme serio, pero en mi interior me sentí aliviado y contento. No sospechaban nada de mí.
-Denme cinco minutos para vestirme y acudiré con ustedes al pueblo a preguntar a los vecinos por su hijo -les ofrecí mi ayuda, seguro de mí mismo-. No se preocupen, le encontraremos -añadí.
Me preparé y salí de mi casa, en dirección al puente. Al llegar vi que el matrimonio se encontraba en compañía de un oficial de policía. Entonces perdí la serenidad que había estado manteniendo hasta ese momento. La música volvió a mi cabeza y a medida que me acercaba hacia ellos, ésta crecía.
Ti... to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
¿Acaso me estaban engañando? Sabían lo que había hecho y querían entregarme a la policía.
Ti. To. Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Cada vez estaba más cerca de ellos.
Era imposible, no podían haberme visto. Sólo mi profesor me vio, volverá a pegarme como hacía en mis primeros años en el orfanato...
Ti, to, ri, to, ri, ro, ri, ro.
Les alcancé. Me agradecieron lo que estaba haciendo por ellos. ¿Me tomaban por estúpido? ¿Creían que iba a caer tan fácilmente en la trampa? No podía volver a caer en más trampas. Cuando era pequeño, mi tutora ya me puso demasiadas trampas para besarme.
Titoritoriroriro.
-¿Se encuentra bien? -preguntó el oficial.
Traté de hablar. No salían más palabras. Mi mandíbula no se movía. No podía volver a balbucear como en mi juventud. Tartamudear era malo y dolía.
-Yo... yo... l... lo... ma... a...te.
Ti... to... ri...

lunes, 21 de julio de 2014

Sangre de héroes.



“Palmam qui meruit ferat” (La gloria sea para quién lo merezca)                                                         DIVISA COLOCADAEN EL CATAFALCO DE HORACIO NELSON
La tormenta se hizo más y más pesada. La oscuridad que proporcionaban las nubes, que en el cielo se veían con un tono gris azulado, les ayudaba a esconderse, pero también hacía que el frío se colara en sus huesos y les atacara como ningún otro arma lo habría hecho, desde dentro.
Júpiter se acercó a Neptuno. Ambos tenían las capas y las corazas empapadas. La de Neptuno cobraba un color azul más intenso mientras que la de Júpiter mantenía su brillo blanco a excepción del borde inferior, con grandes manchas de barro. Júpiter le posó la mano a Neptuno en el hombro y con un movimiento de cabeza le ordenó que montara guardia. El soldado cogió su tridente y se marchó al lugar elevado que el contingente había escogido como lugar de vigilancia del campamento, que consistía en una empalizada protegiendo una cueva donde los soldados podían descansar y encender una fogata.
El militar al mando, Júpiter, era el único con experiencia en el ejército. Sabía que a la mañana siguiente, cuando llegaran los cartagineses montados en sus bestias, la mayoría de los soldados caerían. Júpiter observó a Neptuno. Era más joven que él, un muchacho de unos dieciséis años que había sido marinero toda su vida pero que se había visto obligado a alistarse en el contingente cuando el ejército ya había partido meses antes y un espía romano les había informado de que un traidor entre sus filas había enseñado un camino secreto a Aníbal y sus hombres para cruzar las montañas. Aníbal no lo cruzaría, pero un pequeño cuerpo militar, sí. Y a esa era su misión. Frenar a ese cuerpo y cortar el paso secreto de las montañas.
Júpiter entró en la cueva y dejó de notar la lluvia sobre sus hombros. En el interior se encontraban los demás soldados, todos con historias semejantes a la de Neptuno: Vulcano, que antes era herrero; Marte, un gladiador condenado a muerte que había preferido morir en la batalla; Diana, una joven con un padre avaricioso que la había tratado como a un varón durante toda su vida y que no había dudado en venderla por tres míseras monedas de plata; y por último, Mercurio, un niño veloz, su único contacto con la civilización.
Se recostó sobre un lecho de hierbas y hojas que habían recogido mientras montaban la empalizada y decidió dormir. Neptuno se sentía a gusto bajo el agua así que no le importaba montar guardia durante una lluvia.
Júpiter pensó en todos los allí presentes. Eran pocos, al igual que el ejército cartaginés que recibirían al día siguiente, no obstante ellos eran mucho menos numerosos y con menos experiencia. Para todos había sido un honor embarcarse en aquella cruzada, para todos menos para él. Sabía que una vez entraran en batalla no habría marcha atrás, que un golpe de espada en el cuello les mataría al instante.
Se revolvió en su lecho. El frío aumentaba en el interior de la cueva, pues el fuego de la hoguera se apagaba. Se levantó y azuzó el fuego. El fuego le recordaba a su esposa, Juno. Ella era ardiente, como la llama. Cuando danzaba, su cuerpo se arqueaba y ondulaba, como la llama. Su pelo era castaño y a la luz del sol se volvía rubio y brillaba con el mismo color que el fuego. Su amada a la que quería con locura. Intentó recordar las últimas palabras que le dijo antes de partir, pero se dio por vencido al recordar que no habló, que sólo la miró a los ojos y que con esa mirada le transmitió todo aquello que no se puede decir con palabras. Él era un centurión romano. No podía dejarse llevar por los sentimientos. Se recostó en su lecho y finalmente se durmió.
A la mañana siguiente el sol no brillaba en el cielo. El cielo brillaba con un color ámbar al amanecer. La luz entró en la cueva por la entrada y golpeó las armaduras de los soldados. Júpiter, vestido con su coraza dorada, su capa blanca y su casco reluciente. Empuñaba su gladius y su scutum redondo.
Los demás soldados no tenían armaduras tan buenas como la de su líder. Cada uno cogió su propia arma: Neptuno, su tridente; Vulcano, su martillo; Ares, su lanza; y Diana, su arco. Mercurio, sin embargo, no tenía ni armas ni armaduras. Su misión era mucho más complicada y debía actuar en el momento justo.
Salieron de la cueva y abandonaron aquel lugar. Caminaron por senderos de barro negro y nieve blanca durante toda la mañana hasta que alcanzaron un saliente en una de las montañas. Bajo ellos un barranco se adentraba en las profundidades de la tierra. La idea era sencilla. Debían atraer a los cartagineses hasta esa posición.
El plan era muy arriesgado. Cada mínimo temblor en la tierra o un grito fuerte podría causar un derrumbamiento de nieve que acabaría con todos.
Júpiter se giró hacia su contingente y les miró con pesar. Todos se sentían orgullosos de estar ahí, pero todos tenían miedo y sabían que su destino no era otro que el mundo de los infiernos. No sabían si acabarían en los Campos de castigo o en los Campos Elíseos, pero no les importaba. Iban a morir por su hogar, por Roma, por la República.
Alea iacta est —la suerte está echada.
Al mediodía los cartagineses aparecieron a lomos de sus elefantes. Era un cuerpo militar pequeño, de unos treinta hombres, comandados por el traidor a la República, Plutón. Era un hombre siniestro que vestía una armadura roja y una capa negra.
La infantería de a pie iba unos pasos más avanzados que los elefantes y la caballería. Por eso fue el comandante de la infantería el que alzó la mano para indicar a sus seguidores que debían detenerse. El cuerpo de hombres frenó en seco, lo que hizo que algunos elefantes barritaran curvando la trompa. Aquellas bestias eran magníficas. Medían más de tres metros de alto, sus cuernos de marfil eran largos y afilados como lanzas, sus patas hacían que el suelo temblara al andar ellos.
El comandante avanzó un par de pasos, buscando algún intruso escondido entre los matorrales o los árboles. De repente, una flecha cruzó el aire y se clavó en la cabeza del comandante. La punta atravesó el casco metálico del hombre como si de pergamino se tratara.
Los cartagineses se giraron en la dirección de donde venía la flecha y empuñaron sus armas. Nadie sabía a qué se iban a enfrentar, nadie salvo Plutón, que ya se había enfrentado con anterioridad a Júpiter y a los romanos.
Se produjo el silencio y la tensión entre el ejército cartaginés. De repente, el contingente de romanos desesperados se lanzó contra aquel ejército que los sextuplicaba en número. El artífice de tal estrategia, Júpiter, encabezaba el ataque, dispuesto a dar una lección de combate cuerpo a cuerpo romano a los cartagineses.
En cuanto llegaron, Júpiter lanzó una estocada con si gladius e hirió a varios soldados que cayeron derrotados ante él. Frenó los golpes de sus enemigos con su scutum y continuó arrasando en las tropas enemigas. Neptuno y Vulcano luchaban hombro con hombro combinando sus armas, el tridente y el martillo, y derribaron a enemigos sin piedad alguna, asestando golpes mortales allá donde el acero toca la piel de un enemigo. Diana se reservaba en la retaguardia y atacaba con sus flechas a los elefantes y jinetes de la caballería, lo que provocaba que los animales patalearan contra el suelo y se elevaran sobre sus patas traseras. Los movimientos bruscos de las bestias hicieron que varios soldados quedaran aplastados bajo ellos o que cayeran por el barranco. Marte atacaba por el flanco y se enfrentaba a los soldados de a pie uno a uno, como de costumbre hacía en el circo. Matar no era nuevo para él y el olor de la sangre era uno de los placeres con los que más disfrutaba.
Una vez perdido el factor sorpresa y sembrado el descontrol entre los enemigos, Júpiter lanzó un grito que indicó a sus compañeros que debían reunirse. Todos acudieron a la llamada de su líder. Juntaron sus espaldas y establecieron una formación circular para protegerse por todos los flancos. Los cartagineses les rodearon, aún aturdidos por el ataque sorpresa inicial. Los romanos se miraron entre sí sin perder de vista a sus enemigos. Estaban heridos. Las piernas tenían cortes profundos, los brazos estaban rojos por la sangre que emanaba de sus heridas y  por la que anteriormente había pertenecido a sus enemigos.
Júpiter dejó a un lado la fiereza y examinó a sus compañeros, jóvenes que pese a todas las heridas y el cansancio seguían dispuestos a seguir luchando y a morir en aquella batalla. El único que no se encontraba allí era Mercurio, que había escapado de aquella masacre para contar su historia al pueblo de Roma.
Júpiter lanzó otro grito y todos coordinados golpearon primero con el escudo y lanzaron estocadas a los cartagineses más cercanos. La batalla volvió a fluir tras esta parada.
Plutón se acercó a Júpiter en su caballo y le golpeó con la espada en la espalda. Júpiter cayó al suelo dolorido por el golpe. La armadura podía soportar golpes más fuertes, pero eso no significaba que su cuerpo pudiera. Miró a su alrededor y vio que en el suelo yacían los cuerpos de sus compañeros. Después dirigió su mirada hacia Plutón, que entonces le apuntaba con el arco de su compañera muerta, Diana. Cogió aire y gritó con todas sus fuerzas. En el rostro de Plutón se dibujó una pequeña sonrisa. Tensó la cuerda del arco y escuchó el rugir de la nieve que se abalanzaba sobre el ejército cartaginés a causa del grito del centurión, nieve roja teñida por la sangre de héroes. Nadie sobreviviría. El paso quedaría sepultado por la nieve y los cartagineses no podrían pasar. Misión cumplida.
Júpiter miró al cielo y pensó en su mujer. “Juno” la llamó “mi reina, mi amor...”

jueves, 10 de julio de 2014

El corredor del hombre gris


"Que alegría morir en la silla eléctrica. Será el último escalofrío. El único que todavía no he experimentado..."                                                                                                                        ALBERT FISH

Clap... clap...
¡Haz que se callen las palmadas! ¿De dónde vendrán? Yo no puedo ser quien aplaude, las mangas de mi camisa se enroscan en mí como víboras sedientas de sangre. Seguramente sean ellos. Me están observando entre las tinieblas de la habitación. No veo ni sus ojos ni sus cuerpos.
¿Me verían ellos a mí cuando les atacaba por las noches? ¿Sus cuerpecitos se ponían en tensión al ver en mis ojos el deseo y el hambre? Los niños siempre me gustaron, estaban sabrosos... Aquí no me dan de comer y, si lo hacen, los alimentos son verduras secas y sin sabor. ¡Yo quiero carne! ¡Maldita sea!
El rojo, dulce sabor del rojo. Su carne en mis dientes chirriantes mezclada con el caldo de sopa estaba deliciosa. Recuerdo cómo me caía el líquido rojo y caliente por mis labios embaucadores y endemoniados. Se necesita mucho tiempo para preparar una buena sopa. Esos policías no daban crédito a sus ojos al recibir mi receta por correo. Ellos dicen que estoy loco, pero es mentira... El problema es que ellos nunca han probado su sabor.
Clap... Clap...
Palmadas, palmadas... ¡Otra vez las palmadas! ¿Por qué se burlan de mí esos niños? No, estoy seguro de que no son los niños sino ella...
La puerta se abre con un fuerte chirrido y por ella entra un hombre alto, uniformado con el traje de guardia. Yo sé que soy el demonio, pero esos hombres insignificantes no son ni mucho menos ángeles. Simplemente quieren acabar conmigo por mis curiosos hábitos alimenticios.
Aun así, ese hombre está muy fuerte. Seguro que si le insulto me dará una buena paliza. El dolor siempre me gustó, desde los castigos del orfanato hasta las patadas que lanzaban mis víctimas cuando las cogía entre mis brazos y las atrapaba.
—¿Tienes hijos? —comienzo.
—Estás delirando, monstruo —quiere evitar mi pregunta. Me mira con repugnancia porque sabe quién soy y lo que he hecho. Obviamente, tiene hijos. Si no los tuviera me habría lo habría negado desde el principio.
—Recuerdo ver en las noticias todos aquellos telediarios en los que padres desconsolados buscaban a sus hijos por las calles o por rincones abandonados de la ciudad mientras que yo sabía que no les encontrarían —continuo con la mirada clavada en sus pupilas llenas de terror y asco—. ¿Cómo les iban a encontrar si yo me los había comido?
Suelto una risotada. Para muchas personas mis risas se definían como los gritos de los niños que sucumbían en mi interior. La tensión puede con el guardia y saca su porra del cinturón, se encamina hacia mí y yo me pregunto si los niños a los que ataqué me verían venir como yo veo a mi futuro agresor. Claro que para mí lo que sucederá a continuación será placentero.
El guardia me da en la cara un golpe demasiado fuerte y bonito como para dejarme sin conocimiento y vuelve a golpearme y después otra vez y otra y otra... Me siento bien. Cada golpe me produce un tremendo placer.
Clap. clap.
¿Dónde está ella? Acabada la faena, el guardia me levanta. ¿Me lleva a verla? Es curioso. Aún recuerdo su sabor. Su carne estaba tierna y agria. Me pareció muy raro cómo su carne se reblandeció al morir ella porque cuando momentos antes estábamos jugando, ella estaba muy tensa.
Ella formó parte de mi primera sopa... Fue el plato al que menos atención presté, pero el que más me gustó. Desde entonces siempre he querido reencontrarme con ese sabor.
Clap. Clap.
Las palmadas resuenan por el pasillo. ¿Estará al fondo de este corredor? ¿Estará al final aguardando mi llegada?
Sé lo que me espera. Llevo años jugando con la muerte y ahora aquella a quien yo llamaba amiga viene a por mí. Al fondo del pasillo veo cómo mi destino silencioso pero amargo me roza el alma.
Clap, clap.
Ahí está mi trono. El asiento de Zeus. A su lado está ella, mi niña, con su vestidito blanco jugando a las palmas, clap, clap, como la primera vez que nos vimos. Clap, clap, me sientan en la silla y me atan las correas fuertemente a las articulaciones, clap, clap, se aceleran las palmadas, clap, clap, quiero llorar, clap, clap, no salen lágrimas, clapclap, no quiero morir, clapclap, luz resplandeciente. Negro.
Clap... clap...