Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

domingo, 27 de octubre de 2013

La fábula de Renard y Pollito.


Hace mucho tiempo, pero tampoco tanto como se imaginan, yo viajaba por todo el mundo. No tenía hogar y nunca me quedaba en el mismo sitio más de diez días. Me ganaba la vida con mis títeres y marionetas. Iba de aquí para allá con mi carromato en el que dormía y transportaba todos mis bártulos.
Un día comenzó a llover de manera desmesurada. Yo, temiendo que el carromato se quedara atascado en el barro, me desvié del camino y llegué a un mausoleo en medio del bosque. Al principio me dio algo de miedo. La pequeña casa era de piedra, oculta tras las plantas que crecían en las paredes.
Decidí pasar la noche allí, en el interior del mausoleo. Dentro hacía calor, al contrario que en el exterior. Para mi sorpresa, en el interior del  mausoleo sólo había una tumba que ocupaba la parte central. Sobre  la tumba descansaban un violín de plata y un sombrero verde con una pluma amarilla. Yo los dejé donde estaban y me hice con un par de hojas y mantas una cama improvisada. Fui a buscar mis títeres al carro, para evitar que me los robaran. Cuando volví, caí dormido en un profundo sueño.
A altas horas de la noche me desperté sobresaltado. Había oído un ruido en el interior del  mausoleo. Agazapado detrás de la tumba, me asomé para ver qué era lo que ocurría. En la puerta del  mausoleo había dos figuras, la de un hombre y una mujer. La mujer era bajita, con una nariz picuda y ojos totalmente negros. Llevaba el pelo color azabache recogido en un moño. La frente estaba cubierta por un mechón de pelo blanco suelto. Levaba una camisa negra con las mangas holgadas y blancas. El hombre era más grande que ella pero no mucho, era algo regordete, su cara era redonda, tenía el pelo gris y un antifaz que le cubría los ojos. Su ropa también era negra, a excepción de sus pantalones, que estaban cruzados por rayas blancas.
-Vamos, Urraca, no tenemos toda la noche para robar las riquezas de este fiambre -dijo el hombre.
 -Ya lo sé, Mapache, deja de darme órdenes -respondió airada la mujer con una voz chirriante.
Yo no podía dejar que robaran las pertenencias del difunto que descansaba en ese  mausoleo, así que decidí asustarles para salieran de allí. Encendí una vela y saqué mis títeres. Las sombras que proyectaban en la pared, unidas con mi voz, asustaron tanto a Urraca y Mapache que salieron espantados de allí.
A la mañana siguiente, salí del  mausoleo con mis títeres y los guardé en el carro. Intenté ponerme en marcha, pero el carro se había atascado en el barro. Hice que el burro que tiraba de mi carro avanzara y yo empecé a empujarlo por detrás con todas mis fuerzas, pero el carro no salía del barro.
De repente escuché el dulce sonido de un violín que se aproximaba hacia mí. De entre unos arbustos, apareció un hombre con el pelo encrespado y naranja. Desde sus orejas hasta su boca se extendían unas patillas de pelo naranja con canas blancas. Su nariz era larga y redonda. Sus ojos eran del color de la hierba joven. El hombre vestía una casaca verde a juego con su sombrero de copa verde con una pluma amarilla. Venía tocando su violín plateado, del cual salía una música alegre y hermosa.
El hombre dejó de tocar al verme y me miró curioso. Comprendió cuál era mi problema sin que yo le dijera apenas nada.
-Supongo que no has probado a poner una tabla de madera bajo la rueda para conseguir que ruede y así poder sacarla del barro -sugirió-. Ya he estado en estas situaciones antes y te puedo asegurar que eso suele funcionar.
Con su ayuda, coloqué la tabla bajo la rueda y al empujar los dos conseguimos que el carro avanzara. Yo me disponía a marcharme cuando el hombre me preguntó si podía acompañarme. Yo no veía ningún motivo para que no lo hiciera, al fin y al cabo me había ayudado. Le pregunté cuál era su nombre y él me dijo que le podía llamar Renard. Él decidió que me llamaría Pollito. Supongo que sacaría la idea de mi pelo rubio.
A la tarde siguiente, volvió a llover y no teníamos refugio. Encontramos una cabaña donde vivían unos granjeros. Ambos eran gordos, con la nariz chata y los ojos pequeños. Sus ropas estaban muy sucias, como si fuera la piel de un cerdo. Eran el señor y la señora Piggins. Renard bajó del carro y les pidió cobijo. Ellos se negaron.
-¿Cómo podemos confiar de alguien a quien no conocemos? Podríais ser ladrones. No hay más que ver el violín de este estúpido -dijo el Sr. Piggins señalando el instrumento.
-Mi amigo no es ningún estúpido. Si no nos quieren aquí mejor será que nos vayamos antes de que el tiempo empeore -respondí yo enfurecido.
Renard me hizo callar con un gesto de su mano y cortésmente se dirigió hacia el granjero:
-Disculpad a Pollito. Mi estimado señor, su casa en estos momentos es para nosotros como un castillo en el que nos gustaría pasar la noche. Si nos dejara dormir aquí le estaríamos muy agradecidos.  
La expresión del granjero cambió radicalmente, y al oír estas palabras nos dejó pasar al interior de su casa. Allí pasamos la noche y a la mañana siguiente le pregunté a Renard:
-¿Cómo sabías que nos dejaría pasar la noche si le decías eso?
-Simplemente fui educado, al contrario que tú -me reprendió-. Ya había estado en estas mismas circunstancias antes, y siempre me ha funcionado el ser educado. En cambio tú, Pollito, eres algo imprudente y orgulloso. Yo te enseñaré a ser más educado ya que el maestro ha de enseñar a su alumno como se ha de comportar.
Aquella misma tarde, paramos a comer algo en el claro de un bosque. Un niño que pasaba por allí, rápido y veloz, nos quitó un pedazo de queso y subió a un árbol. Yo salí corriendo detrás de él, pero Renard me agarró de un brazo y me dijo:
-No vayas tras él, ya que si abandonas el resto de la comida por una pequeña porción de la misma, seguramente te quedarás sin nada. Deja que el niño coma ese pedazo de queso antes de que vengan otras personas y aprovechando que tú no estás te quiten el resto de la comida. A mí me pasó una vez y me sentó muy mal quedarme con las manos vacías.
Disfrutamos de la comida y seguimos nuestro camino. Se puede decir que Renard me enseñó muchas cosas más en nuestras innumerables aventuras. No tardé mucho en descubrir por qué Renard decidió ayudarme cuando yo estaba solo. La noche que pasé en el  mausoleo tuvo mucho que ver. El nicho era la tumba del padre de Renard, y como yo conseguí que nadie profanara su tumba, Renard decidió devolverme el favor haciéndome su aprendiz. Él me dio grandes consejos a lo largo de su vida que aprendió por la experiencia.
“Sabe más el hombre por viejo que por hombre.”

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