Hace mucho tiempo, pero
tampoco tanto como se imaginan, yo viajaba por todo el mundo. No tenía hogar y
nunca me quedaba en el mismo sitio más de diez días. Me ganaba la vida con mis
títeres y marionetas. Iba de aquí para allá con mi carromato en el que dormía y
transportaba todos mis bártulos.
Un día comenzó a llover
de manera desmesurada. Yo, temiendo que el carromato se quedara atascado en el
barro, me desvié del camino y llegué a un mausoleo en medio del bosque. Al
principio me dio algo de miedo. La pequeña casa era de piedra, oculta tras las
plantas que crecían en las paredes.
Decidí pasar la noche
allí, en el interior del mausoleo. Dentro hacía calor, al contrario que en el
exterior. Para mi sorpresa, en el interior del
mausoleo sólo había una tumba que
ocupaba la parte central. Sobre la tumba
descansaban un violín de plata y un sombrero verde con una pluma amarilla. Yo
los dejé donde estaban y me hice con un par de hojas y mantas una cama
improvisada. Fui a buscar mis títeres al carro, para evitar
que me los robaran. Cuando volví, caí dormido en un profundo sueño.
A altas horas de la noche
me desperté sobresaltado. Había oído un ruido en el interior del
mausoleo.
Agazapado detrás de la tumba, me asomé para ver qué era lo que ocurría. En la
puerta del
mausoleo había dos figuras, la de un hombre y una mujer. La mujer era
bajita, con una nariz picuda y ojos totalmente negros. Llevaba el pelo color azabache
recogido en un moño. La frente estaba cubierta por un mechón de pelo blanco
suelto. Levaba una camisa negra con las mangas holgadas y blancas. El hombre
era más grande que ella pero no mucho, era algo regordete, su cara era redonda,
tenía el pelo gris y un antifaz que le cubría los ojos. Su ropa también era
negra, a excepción de sus pantalones, que estaban cruzados por rayas blancas.
-Vamos,
Urraca, no tenemos toda la noche para robar las riquezas de este fiambre -dijo el hombre.
-Ya lo sé, Mapache, deja de darme órdenes -respondió airada la mujer con una voz chirriante.
Yo no podía dejar que
robaran las pertenencias del difunto que descansaba en ese
mausoleo, así que
decidí asustarles para salieran de allí. Encendí una vela y saqué mis títeres.
Las sombras que proyectaban en la pared, unidas con mi voz, asustaron tanto a
Urraca y Mapache que salieron espantados de allí.
A la mañana siguiente,
salí del
mausoleo con mis títeres y los guardé en el carro. Intenté ponerme en
marcha, pero el carro se había atascado en el barro. Hice que el burro que
tiraba de mi carro avanzara y yo empecé a empujarlo por detrás con todas mis
fuerzas, pero el carro no salía del barro.
De repente escuché el
dulce sonido de un violín que se aproximaba hacia mí. De entre unos arbustos,
apareció un hombre con el pelo encrespado y naranja. Desde sus orejas hasta su
boca se extendían unas patillas de pelo naranja con canas blancas. Su nariz era
larga y redonda. Sus ojos eran del color de la hierba joven. El hombre vestía
una casaca verde a juego con su sombrero de copa verde con una pluma amarilla.
Venía tocando su violín plateado, del cual salía una música alegre y hermosa.
El hombre dejó de tocar
al verme y me miró curioso. Comprendió cuál era mi problema sin que yo le
dijera apenas nada.
-Supongo
que no has probado a poner una tabla de madera bajo la rueda para conseguir que
ruede y así poder sacarla del barro -sugirió-. Ya he estado en estas situaciones antes y te puedo
asegurar que eso suele funcionar.
Con su ayuda, coloqué
la tabla bajo la rueda y al empujar los dos conseguimos que el carro avanzara.
Yo me disponía a marcharme cuando el hombre me preguntó si podía acompañarme.
Yo no veía ningún motivo para que no lo hiciera, al fin y al cabo me había
ayudado. Le pregunté cuál era su nombre y él me dijo que le podía llamar
Renard. Él decidió que me llamaría Pollito. Supongo que sacaría la idea de mi
pelo rubio.
A la tarde siguiente,
volvió a llover y no teníamos refugio. Encontramos una cabaña donde vivían unos
granjeros. Ambos eran gordos, con la nariz chata y los ojos pequeños. Sus ropas
estaban muy sucias, como si fuera la piel de un cerdo. Eran el señor y la
señora Piggins. Renard bajó del carro y les pidió cobijo. Ellos se negaron.
-¿Cómo
podemos confiar de alguien a quien no conocemos? Podríais ser ladrones. No hay
más que ver el violín de este estúpido -dijo el Sr. Piggins señalando el instrumento.
-Mi
amigo no es ningún estúpido. Si no nos quieren aquí mejor será que nos vayamos
antes de que el tiempo empeore -respondí
yo enfurecido.
Renard me hizo callar
con un gesto de su mano y cortésmente se dirigió hacia el granjero:
-Disculpad
a Pollito. Mi estimado señor, su casa en estos momentos es para nosotros como
un castillo en el que nos gustaría pasar la noche. Si nos dejara dormir aquí le
estaríamos muy agradecidos.
La expresión del
granjero cambió radicalmente, y al oír estas palabras nos dejó pasar al
interior de su casa. Allí pasamos la noche y a la mañana siguiente le pregunté
a Renard:
-¿Cómo
sabías que nos dejaría pasar la noche si le decías eso?
-Simplemente
fui educado, al contrario que tú -me reprendió-. Ya había estado en estas mismas circunstancias
antes, y siempre me ha funcionado el ser educado. En cambio tú, Pollito, eres
algo imprudente y orgulloso. Yo te enseñaré a ser más educado ya que el maestro
ha de enseñar a su alumno como se ha de comportar.
Aquella misma tarde,
paramos a comer algo en el claro de un bosque. Un niño que pasaba por allí, rápido
y veloz, nos quitó un pedazo de queso y subió a un árbol. Yo salí corriendo
detrás de él, pero Renard me agarró de un brazo y me dijo:
-No
vayas tras él, ya que si abandonas el resto de la comida por una pequeña
porción de la misma, seguramente te quedarás sin nada. Deja que el niño coma
ese pedazo de queso antes de que vengan otras personas y aprovechando que tú no
estás te quiten el resto de la comida. A mí me pasó una vez y me sentó muy mal
quedarme con las manos vacías.
Disfrutamos de la comida
y seguimos nuestro camino. Se puede decir que Renard me enseñó muchas cosas más
en nuestras innumerables aventuras. No tardé mucho en descubrir por qué Renard
decidió ayudarme cuando yo estaba solo. La noche que pasé en el
mausoleo tuvo
mucho que ver. El nicho era la tumba del padre de Renard, y como yo conseguí
que nadie profanara su tumba, Renard decidió devolverme el favor haciéndome su
aprendiz. Él me dio grandes consejos a lo largo de su vida que aprendió por la
experiencia.
“Sabe más el hombre por viejo que
por hombre.”