Spoore entró al teatro por la puerta
trasera. Todavía pensaba en lo que podía haber ocurrido para que Máximo hubiera
reaccionado de aquella forma. En parte, la culpa era suya, ya que él le había
obligado a acompañarlos pese a las insistencias de Aylin en llamar a un
hospital o en que se quedara descansando en casa. Pero el detective era
demasiado orgulloso como para reconocerlo en público. Tal vez luego pidiera
disculpas a Máximo y a Aylin, pero en privado. Lo curioso de este detective era
que, pese a su orgullo, era buena persona y conocía muy bien lo que estaba bien
y lo que estaba mal.
Cuando salió de sus profundas
reflexiones, miró el entorno en el que se encontraba. Estaba en una amplia sala
envuelto por las sombras. Lo único que iluminaba la estancia eran los rayos de
luz, emitidos por los focos, que se filtraban a través de una tela negra que
cubría los decorados. Avanzó un poco intentando llegar a la parte delantera del
escenario. Las cuerdas del suelo que sujetaban contrapesos o elementos
decorativos se enrollaban en los pies de Spoore como malévolas serpientes.
Spoore intentaba apartarlas con su bastón, pero no lo conseguía. Finalmente
llegó al escenario. Asomó la cabeza y vio a un pequeño grupo de personas
conversando entre sí. Spoore sonrió picaronamente y decidió montar una de sus
escenitas.
—Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo,
sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este
torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es
dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los
dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un
término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir —recitó Spoore, citando la épica escena de Hamlet,
mientras entraba en el escenario. Todos se giraron hacia él. Sus rostros
reflejaban extrañeza, pero Spoore los ignoró y continuó recitando, pero esta
vez, el texto era fruto de su invención— Y si hacemos caso de esta reflexión,
podremos asegurar que si morir es dormir, matar es acunar.
—Perdona —dijo un hombre alto, de espalda ancha,
con la cara redonda, los ojos ocultos tras unas gafas de pasta y con la barba
bien recortada— ¿se puede saber qué haces y quién eres?
—¡Qué mala educación la mía! —se disculpó Spoore—.
Me llamo Dorian Spoore, y soy un detective privado. Estoy investigando la
muerte de vuestro compañero Fernando. —Algunos dieron un respingo, como si les
sorprendiera la noticia, pero Spoore no se dejó engañar—. Esto no va así,
tenéis que decirme lo que sabéis de la muerte, no fingir sorpresa.
—Nos dijeron que había sido un accidente —reconoció
una mujer morena de piel blanca, con ojos azules y una nariz aguileña.
—Y así es, pero los accidentes dejan de serlo
cuando alguien los provoca. A propósito, tú eres... —dijo Spoore, esperando que
la mujer completara la frase.
—Me llamo Rebeca, y en la obra hago de Morgana,
la hermana malvada de Arturo, y de Ginebra, su esposa. En lo referente a
Fernando, era muy amiga suya —el hombre que estaba a su derecha miró hacia otro
lado al oír esto, mostrando cierta resignación— y de Máximo, nuestro compañero.
Lamentablemente hoy no ha venido y nadie sabe por qué.
—Yo sí. Ayer por la noche apareció en mi casa con
un navajazo en el costado —respondió Spoore. A continuación, señaló al hombre
que estaba a la derecha de Rebeca—. Apuesto a que tú eres el novio de Rebeca,
¿no?
—Sí, ¿cómo lo has sabido? —preguntó este
asombrado. El hombre era bastante apuesto, tenía el pelo largo y bien
cepillado, y ojos verdes como las hojas en primavera.
—Cosas mías —respondió Spoore, quitándole
importancia—. ¿Cómo te llamas?
—Soy Roberto, hago de Lanzarote en la obra.
También era muy amigo de Fernando y de Máximo. Éramos casi inseparables, bueno,
hasta que Rebeca y yo empezamos a salir.
—Yo soy Juan, actúo como Gawaine y además soy el
director de la obra. —Spoore le miró durante un largo rato y en silencio.
“Nadie le ha preguntado” pensó el detective. Le inspeccionó de arriba abajo y
se le ocurrió una idea para sacarle todos los trapos sucios a aquel director de
teatro incapaz de pasar desapercibido.
—Tú eres el director, pero si también actúas,
supongo que no tendrás mucho presupuesto. Tal vez le dieses el dinero a
alguien...
—¿Qué insinúas? —gritó Juan, pero después se dio
cuenta de que el detective le había pillado—. ¿Cómo me has descubierto?
—Si os soy sincero, no lo sabía. Simplemente me
he tirado un farol —respondió Spoore sonriente— y, déjame adivinar, se lo
prestaste a Fernando y a Máximo, ¿a que sí?
Juan se sentó en una butaca. Se llevó las manos a
la cara y se tapó los ojos, resopló y se dispuso a contarlo todo:
—Máximo me pidió dinero. Yo no sabía para qué
era, pero cada vez me pedía más y más. Comencé a investigar y Fernando, que
parecía estar al tanto de todo, me dijo que Máximo y él estaban metidos en las
apuestas de caballos y que sabían que un caballo iba a ganar. Al parecer
recibieron un soplo y yo, como un necio, les creí. Al día siguiente, cuando fui
a reclamar mi dinero, me dijeron que no tenían nada, así que yo les dije que si
no me devolvían el dinero, les denunciaría a la policía.
—Y como no te devolvieron el dinero, mataste a
Fernando e intentaste hacer lo mismo con Máximo —le acusó Spoore. Juan se puso
pálido y muy nervioso. Intentó negarlo, pero Spoore parecía no escucharle—. Por
favor, no lo niegues. Para mí está muy claro quién fue. Vas a pasar una larga
temporada en el trullo.
Juan se levantó rápidamente e intentó escapar,
pero al ver que Spoore estaba en el escenario apoyado en su bastón y riéndose,
se dio cuenta de que aquello había sido otra broma pesada del detective.
Resopló varias veces para calmarse y volvió con los demás. A pesar de esta
escenita, Spoore no pensaba tacharle de la lista de sospechosos. El detective
se fijó en una persona en la que no había reparado antes. Era un joven rubio y
delgaducho que iba ligeramente encorvado. Spoore le pidió que se presentara.
—Soy David, el encargado de las luces y el
suplente de Fernando.
—Pues chaval, lo tienes todo contra ti, al igual
que tu querido director. Desde luego, si lo mataste tú, la jugada te ha salido
redonda. Un actor poco conocido que pasa a ser el protagonista de una obra que
se estrenará en plena Gran Vía.
David tragó saliva. Spoore
le miró fijamente. Aquel
joven parecía una buena persona, pero Spoore no estaba seguro de ello. Le
inspeccionó con la vista. Las manos pálidas, los dientes amarillos, los ojos
llorosos, la cara con un color pálido poco corriente y un tic sospechoso en una
mano que podía deberse al nerviosismo o a...
—Seguro que tuviste problemas con las drogas. —David
abrió los ojos como platos. No se esperaba que nadie averiguara nunca que era
un drogadicto en rehabilitación.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Bueno, yo fui alcohólico, por lo que sé
reconocer un drogadicto en rehabilitación perfectamente —aclaró Spoore—. Bueno,
por ahora está bien. Yo me quedaré por aquí, investigando. Estoy seguro de que
me ocultan muchas cosas. Solo una pregunta más: me imagino que Fernando sería
Arturo y que Máximo haría el papel de Merlín, ¿no?
Todos asintieron con la cabeza. Spoore frunció
los labios y miró a su alrededor, buscando una máquina expendedora. La encontró
en la entrada de la sala. Se dirigió hacia ella y miró los refrescos que
tenían. Todos tenían burbujas o alcohol.
—¿No tenéis bebidas sin burbujas, alcohol o
cafeína? —preguntó a los actores, que seguían mirándole.
—¿No te gustan las bebidas que tenemos? —preguntó
Rebeca.
—El alcohol y la cafeína no me vienen bien, ya
que como he dicho antes, fui alcohólico. Por otra parte, las bebidas con
burbujas me dan gases.
Rebeca negó con la cabeza y los demás continuaron
ensayando. Spoore resopló y se sentó en una butaca, dispuesto a ver los ensayos
y a intentar encontrar las respuestas que buscaba. Sin duda aquella iba a ser
una mañana dura.
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