Bienvenidos al Rincón de la Pluma

Queridos lectores:
Bienvenidos al rincón de la pluma, en el que yo (Julio San Román) colgaré mis historias y fantasías de vez en cuando.
Espero que disfrutéis de mis escritos.
Atentamente,
Persépolis

viernes, 30 de agosto de 2013

Capítulo 2: Guardianes de Eridna.


Capítulo 2: El viaje al Norte.
Ais volaba tan velozmente como podía en dirección al Reino del Norte. Hacía mucho tiempo que no iba a aquel lugar y, ciertamente, la sola idea de volver no le hacía nada de gracia.
Habían pasado cuatrocientos años desde la última vez que él había estado allí. Tras aparecer en medio del hielo y revivir a Wina convirtiéndola en un armiño con cuernos, Ais se dirigió al Palacio de Hielo, donde se enfrentó a más de cincuenta leones de las nieves acorazados con sus armaduras de hierro celestial. Finalmente, llegó hasta la cámara donde se encontraba Elsworth y lucharon fieramente hasta que Ais le derrotó. Aun había veces que se preguntaba por qué no le había matado cuando tuvo la oportunidad. Recordó el momento en el que su daga plateada se posaba en el cuello del rey y cómo su sangre goteaba lentamente... El sabor de la venganza no era tan dulce como había pensado. Retiró la daga y desapareció de aquel lugar. Estuvo vagando por lugares que nadie había descubierto jamás y se perdió en aquellos mundos durante doscientos años. Nadie supo lo que él había visto ni hecho, sólo sabían que durante todo ese tiempo, él seguía teniendo ese aspecto quinceañero que había adoptado a las pocas horas de aparecer en el hielo.
As prestó atención al cielo que se alzaba delante de él. Las nubes que cubrían las Tierras de Ceniza se hacían cada vez más grandes y se volvían negras. Ais sonrió. Eso sólo significaba que cada vez estaba más cerca del Reino del Norte. Los árboles negros desparecieron a sus pies y apareció el mar. Ais viró hacia el este y se encontró con una montaña en medio del mar. Había llegado a la Cordillera Marítima.
Como su nombre indicaba, la Cordillera Marítima era un conjunto de enormes montañas pobladas de nieve y rodeadas de mar. En la falda de las montañas había enormes icebergs de hielo azulado y blanco que muchas veces suponían una trampa mortal a los viajeros que iban hacia el Norte. En la ladera de las montañas, se asentaban varios pueblos de Yet´ah mayas, unas bestias enormes y de pelaje blanco con piernas para caminar como los hombres, pero con enormes garras al final de los brazos para ser fuertes como los osos polares. La mayoría de los Yet´ah mayas tenían la función de proteger el Reino del Norte de  los posibles invasores de los reinos de Eridna. Ais descendió lentamente hacia uno de los poblados en la ladera de la montaña central y más grande.
El poblado estaba excavado en la roca de la montaña y las entradas de las cuevas estaban tapadas por madera tallada. Los árboles escaseaban en aquella región, con lo que la madera era un material muy preciado. Para los Yet´ah mayas, la piedra era un material poco utilizado en la construcción, ya que retenía en el interior de la cueva el calor, y eso no les gustaba. Ais aterrizó en uno de los puentes que utilizaban para unir las cuevas con otras cuevas. Una vez allí, un centinela peludo se le acercó. Mediría más de tres metros, llevaba una armadura de hierro negro y de su espalda colgaba una capa azul. También llevaba un casco de hierro que ocultaba parte de los rasgos felinos de su cabeza. Sus ojos felinos y verdes se clavaron en e joven albino.
-Bienvenido, Ais Frost, hijo del hielo -dijo la bestia con voz grave.
-Gracias por el recibimiento -dijo Ais-. Me gustaría ver a vuestro yihcör.
El centinela asintió y pidió a Ais que le siguiera. El yihcör era el rey de los Yet´ah mayas. Él era quien debía decidir si el visitante podría pasar las montañas o debía dar la vuelta. Si el visitante era rechazado y no se encontraba a gusto con esa decisión, debía aceptarla o morir.
El centinela condujo a Ais por los puentes de madera hasta que llegaron hasta unas escaleras excavadas en la montaña que se alzaban hasta la cima de ésta. Las escaleras se encontraban rodeadas de grandes paredes de piedra gris con trozos de hielo. El centinela temió que Ais se resbalara con el hielo del suelo al subir las escaleras, pero se dio cuenta de que eso no podría pasar ya que no andaba, sino que levitaba. El centinela se preguntó si su magia residiría en aquel bastón plateado tan alto como su portador y cuya punta se iluminaba con una luz azulada.
Subieron las escaleras lentamente hasta que llegaron a un templo en lo alto de la cima. Era un edificio circular hecho de madera y decorado con pintura y piedras en distintos tonos azules. El techo de tejas negras se elevaba en punta hasta que finalizaba en una bandera azul apenas apreciable desde el suelo. El centinela se adentró en el templo y anunció a Ais.
-Ais Frost, hijo del hielo.
Ais entró en el templo y vio que simplemente estaba iluminado con unas antorchas. En las paredes de la sala había varios tapices con el blasón de los Yet´ah mayas, una zarpa de oso blanca sobre un fondo azul. En el centro de la sala había un trono de hielo azulado y sobre éste, una enorme bestia de figura atlética. Pese a llevar una túnica azul que le cubría todo el cuerpo, Ais pudo distinguir dos pechos en la bestia. Era una hembra. Ais hizo una reverencia sin dejar de levitar y cuando se levantó admiró los rasos gatunos de la bestia. Tenía los ojos azules con la pupila morada. Su rostro se asemejaba al de un tigre. Tenía la espalda moteada con manchas moradas también. De su cintura colgaba una espada guardada en su vaina. Ais esperaba no tener que utilizar la fuerza, porque estaba seguro de que su bastón no resistiría los golpes de aquel arma.
-Bienvenido, hijo del hielo. Soy la yihcör de los Yet´ah mayas, Yahuen. ¿Qué deseas de mí? -se presentó la bestia. Su voz, pese a ser grave, era suave, como la nieve al caer.
-He venido para pedirle permiso para entrar en el Reino del Norte -dijo Ais cortésmente.
-Por lo que a mí respecta, tu reino es ese ¿no? -respondió Yahuen confusa.
-Yo prefiero que no sea así. Además, que nadie sepa dónde está mi reino, no significa que no tenga -dijo Ais con una sonrisa en la cara. Yahuen no preguntó nada más. Sabía que no le convenía saber dónde estaba el reino de Ais.
-De acuerdo, en ese caso me gustaría saber cuáles son los motivos que te llevan a entrar en el Reino del Norte -dijo Yahuen.
-Si te digo la verdad, no estoy seguro. Tal vez tú sepas algo -sugirió Ais-. ¿Sabes qué es lo que ha encontrado mi padre?
-No, pero no me extrañaría que se pareciera a ti -Ais frunció el ceño, dispuesto a escuchar la historia de Yahuen. Clavó su bastón en el suelo y éste se quedó totalmente vertical al suelo de roca. Ais se cruzó de piernas y para sorpresa de Yahuen, todavía se mantenía sin tocar el suelo-. Recuerdo cuando mi padre me contó tu historia. Me dijo que caíste del cielo en un haz de luz azul alumbrado por la tercera luna, Deruna. Eres especial por esa bendición, pero lo que pasó hace tres días fue lo más asombroso que he visto en mi vida. Del cielo cayó un haz de luz dorada iluminado por el sol Orhún. ¿Sabes lo que significa? Un guardián creado por Orhún podría ser la perdición para los reinos o su salvación.
-Vaya... Eso es difícil de creer...
-Sabes que los Yet´ ah mayas tenemos prohibido mentir. Todos los guardianes de Eridna nacen de vuelven a la vida alumbrados por alguna de las tres lunas tras haber muerto en la batalla o haciendo algo heroico. La luna Iruna y la luna Varuna eligen a la mayoría de los guardianes, pero a ti te eligió Deruna, la luna más joven y pura. Ahora Orhún manda a otro guardián... Este acontecimiento no pasará desapercibido para la Sombra.
Ais pensaba en lo que Yahuen decía. No comprendía todavía lo que estaba pasando pero algo se avecinaba y no sabía si sería bueno o malo.
-Debo verlo con mis propios ojos -dijo finalmente Ais.
Se volvió a estirar y lanzó una última mirada a Yahuen. La bestia asintió y Ais sonrió. Le acababa de dar permiso.
*          *          *
El rey Elsworth movía los dedos nerviosamente sobre su trono de hierro. Su larga barba blanca cubierta de escarcha caía sobre su pecho. Sus ojos azules daban lugar a dos enormes ojeras moradas. Sus mejillas rosadas le daban un aspecto horrendo según su opinión. Dos cejas pobladas y canosas se alzaban sobre sus ojos siempre arqueadas hacia abajo. El entrecejo mostraba las arrugas permanentes por fruncir el ceño. Siempre iba ataviado con un enorme abrigo de piel blanca que cubría su armadura de hierro celestial, un casco con forma de corona en su cabeza y dos enormes guantes de hierro en sus manos. Tras el trono de hierro se alzaba su hacha de doble hoja. Era la más pesada de todos los reinos y sólo él podía sostenerla. Pese a su aspecto de anciano, era el guardián más fuerte de todos.
La sala del trono estaba hecha de grandes bloques de piedra unidos mediante hielo. Sosteniendo el techo, se erguían enormes columnas de grueso acero. De ellas colgaban los tapices con su blasón, la cabeza de un león blanco.
El rey estaba pensando en lo que sus leones habían encontrado en el hielo el día anterior. Otra vez estaba pasando, pero esta vez no se iba a escapar. Wina había conseguido liberar a Ais de una muerte segura, pero a la criatura que había encontrado no la salvaría nadie. Sólo había llamado a Ais para tenderle una trampa.
De repente, las puertas se abrieron y entraron dos figuras. La primera la conocía perfectamente. El Dal Imur, rey de los leones del hielo, entraba acompañado de alguien. El rey Elsworth agudizó la mirada y vio que su acompañante no andaba, sino que flotaba en el aire. Esbozó una sonrisa apenas apreciable. Ais había llegado.
-Bienvenido a casa, hijo -saludó el rey.
-Esta no es mi casa y yo no soy tu hijo -respondió Ais, sin ocultar su desprecio por ese lugar- ¿Qué querías que viera?
El rey Elsworth se levantó. Medía dos metros de altura y Ais tuvo que levantar la cabeza para mirarle a la cara. Ais medía un metro noventa, así que en un combate de cuerpo a cuerpo se encontraba en desventaja, pero sabía que el rey no se atrevería a luchar con él por miedo a sus poderes. Elsworth le hizo un gesto con el dedo para que le siguiera. Ais no sabía si confiar en él, pero no le quedaba más remedio que hacer lo que él le decía. Al fin y al cabo, estaba en su territorio.
Elsworth le guió por enormes pasillos de piedra hasta que llegaron a una puerta custodiada por dos leones blancos y con armadura. Al ver al rey, las fieras abrieron la puerta y dejaron que pasaran. Cuando Ais, Elsworth y el Dal Imur entraron, los leones cerraron las puertas detrás de ellos. Elsworth se acercó a una de las celdas y abrió la puerta. Ais, desconfiado, se acercó lentamente a la celda. Al llegar a ver lo que había dentro abrió los ojos como platos. En el interior de la celda había una joven desnuda acurrucada en un rincón. Ais se acercó a ella lentamente. Había algo en ella que le atraía.
-¿Por qué no lleva ropa? Con este frío enfermará -exclamó el joven.
-Nuestra ropa no le sirve. Todo lo que toca se calcina -explicó Imur.
Ais arqueó una ceja. ¿Acaso aquella joven quemaba todo igual que él lo congelaba todo? Se arrodilló junto a la joven y ella le miró con ojos enrojecidos. Ais supuso que la joven se habría pasado llorando toda la noche por el miedo. Ais se miró la mano y después tuvo una idea que le gustó bastante. Alargó el brazo y acarició la mejilla y para su sorpresa, no se congeló, sino que de su contacto salió una nubecilla de vapor.  El rostro de la joven mostró sorpresa. Entonces Ais pudo admirar su belleza. Tenía el pelo rubio oscuro y le caía por su espalda desnuda formando tirabuzones. El iris de sus ojos eran dorados con matices ocres, sus cejas eran alargas y castañas, sus labios eran gruesos y alargados, y en su cuerpo había tatuados varios símbolos que Ais creía conocer.
La joven estornudó, muerta de frío. Ais reaccionó rápidamente y  se quitó su casaca y se la dio a la joven para que se tapara con ella. La joven no supo si debía cogerla, pero alargó el brazo y la agarró. Se levantó y cuando todos se hubieron girado se la puso. Le quedaba muy grande, pero eso hacía que tuviera espacio para resguardarse del frío.
-¿Cómo sabías que no iba a quemar tu ropa? -preguntó Elsworth.
-Mi ropa está adaptada a las temperaturas extremas, tanto al frío como al calor -respondió Ais.
-Entonces, ¿es igual que tú? -preguntó Imur.
-No, es diferente. Ella es calor y yo soy frío. Me la llevaré e investigaré de dónde puede haber venido -sentenció Ais.
El rey Elsworth parecía pensativo. Con una mano en la espalda y otra frotándose la barba, se acercó hasta la puerta. Imur salió de la celda y Elsworth dijo:
-Si eso es lo que quieres, puedes quedarte aquí durante toda la eternidad con ella -con su enorme mano cerró la puerta de un golpe, dejando a Ais y a la joven encerrados. Ais corrió hacia los barrotes y los agarró. Al instante, los barrotes se congelaron, pero Elsworth golpeó a Ais en la tripa y lo tiró al suelo.
Ais se retorció de dolor en el suelo. La joven se arrodilló a su lado y miró hacia la puerta. Los habían encerrado y no tenían forma de salir. Ais se levantó rápidamente, se giró y miró a la joven.
-¿Se han ido ya? -preguntó Ais.
--respondió la joven extrañada-. Creí que te habían hecho daño...
-¿A mí? No se atreverían a tocarme ni un solo pelo. El problema de Elsworth es que se cree más fuerte que todos, pero sin embargo, a mí no puede ganarme. No me conoce. ¿Cómo te llamas?
La joven se encogió de hombros.
-¿No lo recuerdas? De acuerdo, vámonos de aquí.  Luego te lo explicaré todo.
La joven lo miró como si fuera su ídolo. Ais le tendió la mano y ella la agarró, sabiendo que no le pasaría nada mientras estuviera con aquel chico. Ais la rodeó con su brazo, alzó su bastón  y de repente les envolvió un torbellino de viento azul. Instantes después, habían desaparecido de aquella habitación.
*          *          *
            -Señor -dijo Imur- ¿cree conveniente dejarles juntos en la celda?
-No hay problema, la celda es resistente al frío y no creo que la jovencita tenga el valor suficiente como para desafiarme -respondió Elsworth seguro de sí mismo.
Imur no estaba seguro de lo que decía el rey. Él había combatido contra Ais Frost mucho tiempo atrás y sabía que el joven era más astuto de lo que aparentaba. Un escalofrío recorrió su espalda. Algo le decía que el joven se la había jugado. Se giró veloz mente, dejando al rey solo. El león corrió hasta la celda y vio asombrado que estaba vacía.
Su rugido se escuchó por todo el castillo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario