Capítulo 2: El viaje al
Norte.
Ais volaba tan
velozmente como podía en dirección al Reino del Norte. Hacía mucho tiempo que
no iba a aquel lugar y, ciertamente, la sola idea de volver no le hacía nada de
gracia.
Habían pasado
cuatrocientos años desde la última vez que él había estado allí. Tras aparecer
en medio del hielo y revivir a Wina convirtiéndola en un armiño con cuernos,
Ais se dirigió al Palacio de Hielo, donde se enfrentó a más de cincuenta leones
de las nieves acorazados con sus armaduras de hierro celestial. Finalmente,
llegó hasta la cámara donde se encontraba Elsworth y lucharon fieramente hasta
que Ais le derrotó. Aun había veces que se preguntaba por qué no le había
matado cuando tuvo la oportunidad. Recordó el momento en el que su daga
plateada se posaba en el cuello del rey y cómo su sangre goteaba lentamente...
El sabor de la venganza no era tan dulce como había pensado. Retiró la daga y
desapareció de aquel lugar. Estuvo vagando por lugares que nadie había
descubierto jamás y se perdió en aquellos mundos durante doscientos años. Nadie
supo lo que él había visto ni hecho, sólo sabían que durante todo ese tiempo,
él seguía teniendo ese aspecto quinceañero que había adoptado a las pocas horas
de aparecer en el hielo.
As prestó atención al
cielo que se alzaba delante de él. Las nubes que cubrían las Tierras de Ceniza
se hacían cada vez más grandes y se volvían negras. Ais sonrió. Eso sólo
significaba que cada vez estaba más cerca del Reino del Norte. Los árboles
negros desparecieron a sus pies y apareció el mar. Ais viró hacia el este y se
encontró con una montaña en medio del mar. Había llegado a la Cordillera
Marítima.
Como su nombre
indicaba, la Cordillera Marítima era un conjunto de enormes montañas pobladas
de nieve y rodeadas de mar. En la falda de las montañas había enormes icebergs
de hielo azulado y blanco que muchas veces suponían una trampa mortal a los
viajeros que iban hacia el Norte. En la ladera de las montañas, se asentaban
varios pueblos de Yet´ah mayas, unas
bestias enormes y de pelaje blanco con piernas para caminar como los hombres,
pero con enormes garras al final de los brazos para ser fuertes como los osos
polares. La mayoría de los Yet´ah mayas tenían la función de proteger el Reino
del Norte de los posibles invasores de
los reinos de Eridna. Ais descendió lentamente hacia uno de los poblados en la
ladera de la montaña central y más grande.
El poblado estaba
excavado en la roca de la montaña y las entradas de las cuevas estaban tapadas
por madera tallada. Los árboles escaseaban en aquella región, con lo que la
madera era un material muy preciado. Para los Yet´ah mayas, la piedra era un
material poco utilizado en la construcción, ya que retenía en el interior de la
cueva el calor, y eso no les gustaba. Ais aterrizó en uno de los puentes que
utilizaban para unir las cuevas con otras cuevas. Una vez allí, un centinela
peludo se le acercó. Mediría más de tres metros, llevaba una armadura de hierro
negro y de su espalda colgaba una capa azul. También llevaba un casco de hierro
que ocultaba parte de los rasgos felinos de su cabeza. Sus ojos felinos y
verdes se clavaron en e joven albino.
-Bienvenido,
Ais Frost, hijo del hielo -dijo
la bestia con voz grave.
-Gracias
por el recibimiento -dijo
Ais-. Me gustaría ver a
vuestro yihcör.
El centinela asintió y
pidió a Ais que le siguiera. El yihcör era
el rey de los Yet´ah mayas. Él era quien debía decidir si el visitante podría
pasar las montañas o debía dar la vuelta. Si el visitante era rechazado y no se
encontraba a gusto con esa decisión, debía aceptarla o morir.
El centinela condujo a
Ais por los puentes de madera hasta que llegaron hasta unas escaleras excavadas
en la montaña que se alzaban hasta la cima de ésta. Las escaleras se
encontraban rodeadas de grandes paredes de piedra gris con trozos de hielo. El
centinela temió que Ais se resbalara con el hielo del suelo al subir las
escaleras, pero se dio cuenta de que eso no podría pasar ya que no andaba, sino
que levitaba. El centinela se preguntó si su magia residiría en aquel bastón
plateado tan alto como su portador y cuya punta se iluminaba con una luz
azulada.
Subieron las escaleras
lentamente hasta que llegaron a un templo en lo alto de la cima. Era un
edificio circular hecho de madera y decorado con pintura y piedras en distintos
tonos azules. El techo de tejas negras se elevaba en punta hasta que finalizaba
en una bandera azul apenas apreciable desde el suelo. El centinela se adentró
en el templo y anunció a Ais.
-Ais
Frost, hijo del hielo.
Ais entró en el templo
y vio que simplemente estaba iluminado con unas antorchas. En las paredes de la
sala había varios tapices con el blasón de los Yet´ah mayas, una zarpa de oso
blanca sobre un fondo azul. En el centro de la sala había un trono de hielo
azulado y sobre éste, una enorme bestia de figura atlética. Pese a llevar una
túnica azul que le cubría todo el cuerpo, Ais pudo distinguir dos pechos en la
bestia. Era una hembra. Ais hizo una reverencia sin dejar de levitar y cuando
se levantó admiró los rasos gatunos de la bestia. Tenía los ojos azules con la
pupila morada. Su rostro se asemejaba al de un tigre. Tenía la espalda moteada
con manchas moradas también. De su cintura colgaba una espada guardada en su
vaina. Ais esperaba no tener que utilizar la fuerza, porque estaba seguro de
que su bastón no resistiría los golpes de aquel arma.
-Bienvenido,
hijo del hielo. Soy la yihcör de los
Yet´ah mayas, Yahuen. ¿Qué deseas de mí? -se presentó la bestia. Su voz, pese a ser grave, era
suave, como la nieve al caer.
-He
venido para pedirle permiso para entrar en el Reino del Norte -dijo Ais cortésmente.
-Por
lo que a mí respecta, tu reino es ese ¿no? -respondió Yahuen confusa.
-Yo
prefiero que no sea así. Además, que nadie sepa dónde está mi reino, no
significa que no tenga -dijo
Ais con una sonrisa en la cara. Yahuen no preguntó nada más. Sabía que no le
convenía saber dónde estaba el reino de Ais.
-De
acuerdo, en ese caso me gustaría saber cuáles son los motivos que te llevan a
entrar en el Reino del Norte -dijo
Yahuen.
-Si
te digo la verdad, no estoy seguro. Tal vez tú sepas algo -sugirió Ais-. ¿Sabes qué es lo que ha encontrado mi padre?
-No,
pero no me extrañaría que se pareciera a ti -Ais frunció el ceño, dispuesto a escuchar la
historia de Yahuen. Clavó su bastón en el suelo y éste se quedó totalmente
vertical al suelo de roca. Ais se cruzó de piernas y para sorpresa de Yahuen,
todavía se mantenía sin tocar el suelo-. Recuerdo cuando mi padre me contó tu historia. Me
dijo que caíste del cielo en un haz de luz azul alumbrado por la tercera luna,
Deruna. Eres especial por esa bendición, pero lo que pasó hace tres días fue lo
más asombroso que he visto en mi vida. Del cielo cayó un haz de luz dorada
iluminado por el sol Orhún. ¿Sabes lo que significa? Un guardián creado por
Orhún podría ser la perdición para los reinos o su salvación.
-Vaya...
Eso es difícil de creer...
-Sabes
que los Yet´ ah mayas tenemos prohibido mentir. Todos los guardianes de Eridna
nacen de vuelven a la vida alumbrados por alguna de las tres lunas tras haber
muerto en la batalla o haciendo algo heroico. La luna Iruna y la luna Varuna
eligen a la mayoría de los guardianes, pero a ti te eligió Deruna, la luna más
joven y pura. Ahora Orhún manda a otro guardián... Este acontecimiento no
pasará desapercibido para la Sombra.
Ais pensaba en lo que
Yahuen decía. No comprendía todavía lo que estaba pasando pero algo se
avecinaba y no sabía si sería bueno o malo.
-Debo
verlo con mis propios ojos -dijo
finalmente Ais.
Se volvió a estirar y
lanzó una última mirada a Yahuen. La bestia asintió y Ais sonrió. Le acababa de
dar permiso.
* * *
El rey Elsworth movía
los dedos nerviosamente sobre su trono de hierro. Su larga barba blanca
cubierta de escarcha caía sobre su pecho. Sus ojos azules daban lugar a dos
enormes ojeras moradas. Sus mejillas rosadas le daban un aspecto horrendo según
su opinión. Dos cejas pobladas y canosas se alzaban sobre sus ojos siempre
arqueadas hacia abajo. El entrecejo mostraba las arrugas permanentes por
fruncir el ceño. Siempre iba ataviado con un enorme abrigo de piel blanca que
cubría su armadura de hierro celestial, un casco con forma de corona en su
cabeza y dos enormes guantes de hierro en sus manos. Tras el trono de hierro se
alzaba su hacha de doble hoja. Era la más pesada de todos los reinos y sólo él
podía sostenerla. Pese a su aspecto de anciano, era el guardián más fuerte de
todos.
La sala del trono
estaba hecha de grandes bloques de piedra unidos mediante hielo. Sosteniendo el
techo, se erguían enormes columnas de grueso acero. De ellas colgaban los
tapices con su blasón, la cabeza de un león blanco.
El rey estaba pensando
en lo que sus leones habían encontrado en el hielo el día anterior. Otra vez
estaba pasando, pero esta vez no se iba a escapar. Wina había conseguido
liberar a Ais de una muerte segura, pero a la criatura que había encontrado no
la salvaría nadie. Sólo había llamado a Ais para tenderle una trampa.
De repente, las puertas
se abrieron y entraron dos figuras. La primera la conocía perfectamente. El Dal
Imur, rey de los leones del hielo, entraba acompañado de alguien. El rey
Elsworth agudizó la mirada y vio que su acompañante no andaba, sino que flotaba
en el aire. Esbozó una sonrisa apenas apreciable. Ais había llegado.
-Bienvenido
a casa, hijo -saludó
el rey.
-Esta
no es mi casa y yo no soy tu hijo -respondió Ais, sin ocultar su desprecio por ese
lugar- ¿Qué querías que
viera?
El rey Elsworth se
levantó. Medía dos metros de altura y Ais tuvo que levantar la cabeza para
mirarle a la cara. Ais medía un metro noventa, así que en un combate de cuerpo
a cuerpo se encontraba en desventaja, pero sabía que el rey no se atrevería a
luchar con él por miedo a sus poderes. Elsworth le hizo un gesto con el dedo
para que le siguiera. Ais no sabía si confiar en él, pero no le quedaba más
remedio que hacer lo que él le decía. Al fin y al cabo, estaba en su
territorio.
Elsworth le guió por
enormes pasillos de piedra hasta que llegaron a una puerta custodiada por dos
leones blancos y con armadura. Al ver al rey, las fieras abrieron la puerta y
dejaron que pasaran. Cuando Ais, Elsworth y el Dal Imur entraron, los leones
cerraron las puertas detrás de ellos. Elsworth se acercó a una de las celdas y
abrió la puerta. Ais, desconfiado, se acercó lentamente a la celda. Al llegar a
ver lo que había dentro abrió los ojos como platos. En el interior de la celda
había una joven desnuda acurrucada en un rincón. Ais se acercó a ella
lentamente. Había algo en ella que le atraía.
-¿Por
qué no lleva ropa? Con este frío enfermará -exclamó el joven.
-Nuestra
ropa no le sirve. Todo lo que toca se calcina -explicó Imur.
Ais arqueó una ceja.
¿Acaso aquella joven quemaba todo igual que él lo congelaba todo? Se arrodilló
junto a la joven y ella le miró con ojos enrojecidos. Ais supuso que la joven
se habría pasado llorando toda la noche por el miedo. Ais se miró la mano y después
tuvo una idea que le gustó bastante. Alargó el brazo y acarició la mejilla y
para su sorpresa, no se congeló, sino que de su contacto salió una nubecilla de
vapor. El rostro de la joven mostró
sorpresa. Entonces Ais pudo admirar su belleza. Tenía el pelo rubio oscuro y le
caía por su espalda desnuda formando tirabuzones. El iris de sus ojos eran
dorados con matices ocres, sus cejas eran alargas y castañas, sus labios eran
gruesos y alargados, y en su cuerpo había tatuados varios símbolos que Ais
creía conocer.
La joven estornudó,
muerta de frío. Ais reaccionó rápidamente y
se quitó su casaca y se la dio a la joven para que se tapara con ella.
La joven no supo si debía cogerla, pero alargó el brazo y la agarró. Se levantó
y cuando todos se hubieron girado se la puso. Le quedaba muy grande, pero eso
hacía que tuviera espacio para resguardarse del frío.
-¿Cómo
sabías que no iba a quemar tu ropa? -preguntó
Elsworth.
-Mi
ropa está adaptada a las temperaturas extremas, tanto al frío como al calor -respondió Ais.
-Entonces,
¿es igual que tú? -preguntó
Imur.
-No,
es diferente. Ella es calor y yo soy frío. Me la llevaré e investigaré de dónde
puede haber venido -sentenció
Ais.
El rey Elsworth parecía
pensativo. Con una mano en la espalda y otra frotándose la barba, se acercó
hasta la puerta. Imur salió de la celda y Elsworth dijo:
-Si
eso es lo que quieres, puedes quedarte aquí durante toda la eternidad con ella -con su enorme mano cerró la puerta de un golpe,
dejando a Ais y a la joven encerrados. Ais corrió hacia los barrotes y los agarró.
Al instante, los barrotes se congelaron, pero Elsworth golpeó a Ais en la tripa
y lo tiró al suelo.
Ais se retorció de
dolor en el suelo. La joven se arrodilló a su lado y miró hacia la puerta. Los
habían encerrado y no tenían forma de salir. Ais se levantó rápidamente, se
giró y miró a la joven.
-¿Se
han ido ya? -preguntó
Ais.
-Sí
-respondió la joven
extrañada-.
Creí que te habían hecho daño...
-¿A
mí? No se atreverían a tocarme ni un solo pelo. El problema de Elsworth es que
se cree más fuerte que todos, pero sin embargo, a mí no puede ganarme. No me
conoce. ¿Cómo te llamas?
La joven se encogió de
hombros.
-¿No
lo recuerdas? De acuerdo, vámonos de aquí.
Luego te lo explicaré todo.
La joven lo miró como
si fuera su ídolo. Ais le tendió la mano y ella la agarró, sabiendo que no le
pasaría nada mientras estuviera con aquel chico. Ais la rodeó con su brazo,
alzó su bastón y de repente les envolvió
un torbellino de viento azul. Instantes después, habían desaparecido de aquella
habitación.
* * *
-Señor -dijo Imur- ¿cree conveniente dejarles juntos en la celda?
-No
hay problema, la celda es resistente al frío y no creo que la jovencita tenga
el valor suficiente como para desafiarme -respondió Elsworth seguro de sí mismo.
Imur no estaba seguro
de lo que decía el rey. Él había combatido contra Ais Frost mucho tiempo atrás
y sabía que el joven era más astuto de lo que aparentaba. Un escalofrío
recorrió su espalda. Algo le decía que el joven se la había jugado. Se giró
veloz mente, dejando al rey solo. El león corrió hasta la celda y vio asombrado
que estaba vacía.
Su rugido se escuchó
por todo el castillo.