El
primer profesor que vi, la primera mujer a la que besé, mis primeras palabras,
mi verdadero nombre... todo eso volvió a mí tras la noche en el puente, la
noche en que el monstruo salió al exterior junto con su angustiosa existencia.
Llegué a
aquel pueblo una noche del otoño más frío que recuerdo con la única aspiración
de retirarme de mi vida en la ciudad y dedicarme a la lectura de aquellos
libros que siempre quise leer y la recopilación de mis recuerdos en una
autobiografía que yo sabía que a nadie le interesaría, pero que para mí era
importante.
Mi
nueva residencia se situaba en un islote en el centro de un lago muy profundo y
de aguas negras. Los árboles escalaban hacia el cielo con troncos finos y
blancos rayados con manchas generalmente de musgo o madera de otro color. Las
ramas estaban desnudas y el suelo cubierto de hojas. Bajé del carro y mi
instinto hizo que me llevara las manos enlazadas y formando un ovillo a la boca
para soplar en su interior y calentarlas. Hacía frío y, al respirar, el vaho perceptible
tan solo a la luz de la luna llena salía de mi boca y mis fosas nasales. Me
adentré en la casa que se alzaba frente a mí, una cabaña modesta que no
constaba de más de cinco habitaciones, pero que era lo suficientemente grande
como para pasar los próximos meses hasta que me acostumbrara a ella o
encontrara algo mejor.
La vida
en aquel islote era tranquila. Levantarse por la mañana, dar un largo paseo,
desayunar y después dedicarme a la lectura y a la escritura durante horas hasta
que mi vista se cansaba y salía fuera a charlar con los vecinos.
Encontraba
especialmente agradable la compañía de un matrimonio con un solo hijo que
vivían en la casa más próxima a la mía. Iba allí todas las tardes a tomar el té
y charlábamos de nuestra juventud y de los acontecimientos y cotilleos en el
pueblo. El niño siempre se sentaba a nuestro lado y comenzaba a jugar con sus
marionetas o sus figuritas de madera.
El
malestar comenzó cuando una tarde, el niño me enseñó un nuevo juguete, una caja
pequeña con una manivela en un lado. El niño comenzaba a darle vueltas a la
manivela mientras una música estridente y rápida sonaba y después, al soltarla,
la música se volvía más lenta y mucho más molesta. Pasé la primera media hora
de la tarde escuchando la música, intentando ignorarla, pero no podía. Al
matrimonio que me acompañaba, sin embargo, no parecía molestarle la música.
¿Cómo no podían percatarse de aquel ruido ensordecedor?
-¿No le parece dulce la música de esa cajita? -preguntó
la señora.
Tras
esta pregunta no me cabía duda de que debían estar burlándose de mí, así que me
disculpé educadamente y me retiré a la seguridad de mi casa. Aquella noche
escribí sobre el primer profesor que vi.
Los
días pasaron y la musiquita no paraba de sonar en mi cabeza. El niño se paseaba
por el islote con la cajita que nunca llegaba a abrirse porque el niño siempre
giraba la manivela cuando la música acababa. Durante esos días escribí sobre la
primera mujer a la que besé, mis primeras palabras y lo más importante, sobre
cómo acabar con la dichosa musiquita de la caja.
Una
noche vi que el niño bajaba a la orilla del lago con un cubo de madera colgando
de un brazo y con la caja en ambas manos. Era mi oportunidad de deshacerme de
la cajita y de aquel ruido de una vez por todas.
Le
seguí a una corta distancia ocultándome en las sombras, evitando que me viera.
La música seguía sonando.
Ti...
to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
Llegamos
a la orilla del lago y él se arrodilló, demasiado cerca del agua. Dejó la
cajita musical en el suelo, con la manivela todavía girando.
Ti. To.
Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Me
acerqué sigilosamente. Acerqué mi mano a su cabeza. Apenas había unos
centímetros entre mis dedos y su pelo.
Ti, to,
ri, to, ri, ro, ri, ro.
Agarré
su cabeza. Hundí su cabeza. Chapoteaba. Las burbujas rompían. No gritaba en el
aire. Aullaba bajo el agua.
Titoritoriroriro.
De
repente deja de moverse. Sus brazos se mantienen inmóviles, hundidos en el
agua, al igual que su cabeza. Sus cabellos están mojados y embarrados. El cubo
de madera flota a su lado, tumbado sobre la superficie del agua.
Ti...
to... ri...
La
música no sonaba y la manivela se había detenido momentos antes. La caja
descansaba junto al cuerpo del niño, pero ya no estaba cerrada. En la parte
superior había un arlequín con una mirada diabólica que llevaba un sombrero
rojo y negro, como el muelle que tenía en vez de sus piernas. El monstruo había
salido de la caja que lo encerraba.
El
pánico me agarró y por mucho que intenté ordenar mis ideas, no podía librarme
del miedo. Hice lo primero que se me ocurrió: cogí el cadáver del niño, subí al
puente de acceso a la isla -que no se encontraba muy lejos- y
desde lo alto tiré el cadáver al lago. El cuerpo no tardó mucho en hundirse.
Después arrojé la caja de música lo más lejos que pude y el último sonido que
escuché salir de ese objeto endemoniado fue el chapoteo del agua al entrar en
contacto con él.
Volví a
mi casa lo más rápido que pude, deseando que nadie me hubiera visto cometer el
asesinato. La música ya no sonaba y esto hizo que me tranquilizara hasta tal
punto que aquella noche dormí bien por primera vez en muchos años.
Me
despertó el ruido de la puerta a la mañana siguiente. A medida que me acercaba
a la entrada de la casa escuchaba las voces preocupadas de mis vecinos.
-Abra ya, por favor -decía el hombre.
-Ojalá pueda ayudarnos... -suspiraba
la mujer.
-¿Cuál es el problema? -la pregunta chocó contra el
chirrido de la puerta al abrirse.
-Disculpe las molestias, caballero, pero necesitamos
su ayuda. Nuestro hijo ha desaparecido, hemos estado buscándole toda la noche y
pese a todos nuestros esfuerzos por encontrarle, no hemos hallado ni rastro de
él -la mujer escupía las palabras presa del pánico.
Intenté mostrarme serio, pero en mi interior me sentí aliviado y contento. No
sospechaban nada de mí.
-Denme cinco minutos para vestirme y acudiré con
ustedes al pueblo a preguntar a los vecinos por su hijo -les
ofrecí mi ayuda, seguro de mí mismo-. No se preocupen, le
encontraremos -añadí.
Me
preparé y salí de mi casa, en dirección al puente. Al llegar vi que el
matrimonio se encontraba en compañía de un oficial de policía. Entonces perdí
la serenidad que había estado manteniendo hasta ese momento. La música volvió a
mi cabeza y a medida que me acercaba hacia ellos, ésta crecía.
Ti...
to... ri... to... ri... ro... ri... ro...
¿Acaso
me estaban engañando? Sabían lo que había hecho y querían entregarme a la
policía.
Ti. To.
Ri. To. Ri. Ro. Ri. Ro.
Cada
vez estaba más cerca de ellos.
Era
imposible, no podían haberme visto. Sólo mi profesor me vio, volverá a pegarme
como hacía en mis primeros años en el orfanato...
Ti, to,
ri, to, ri, ro, ri, ro.
Les
alcancé. Me agradecieron lo que estaba haciendo por ellos. ¿Me tomaban por
estúpido? ¿Creían que iba a caer tan fácilmente en la trampa? No podía volver a
caer en más trampas. Cuando era pequeño, mi tutora ya me puso demasiadas
trampas para besarme.
Titoritoriroriro.
-¿Se encuentra bien? -preguntó el oficial.
Traté
de hablar. No salían más palabras. Mi mandíbula no se movía. No podía volver a
balbucear como en mi juventud. Tartamudear era malo y dolía.
-Yo... yo... l... lo... ma... a...te.
Ti...
to... ri...