“Palmam qui meruit ferat” (La gloria sea para quién lo merezca) DIVISA COLOCADAEN EL
CATAFALCO DE HORACIO NELSON
La tormenta se hizo más y más
pesada. La oscuridad que proporcionaban las nubes, que en el cielo se veían con
un tono gris azulado, les ayudaba a esconderse, pero también hacía que el frío
se colara en sus huesos y les atacara como ningún otro arma lo habría hecho,
desde dentro.
Júpiter se acercó a Neptuno.
Ambos tenían las capas y las corazas empapadas. La de Neptuno cobraba un color
azul más intenso mientras que la de Júpiter mantenía su brillo blanco a
excepción del borde inferior, con grandes manchas de barro. Júpiter le posó la
mano a Neptuno en el hombro y con un movimiento de cabeza le ordenó que montara
guardia. El soldado cogió su tridente y se marchó al lugar elevado que el
contingente había escogido como lugar de vigilancia del campamento, que
consistía en una empalizada protegiendo una cueva donde los soldados podían
descansar y encender una fogata.
El militar al mando, Júpiter,
era el único con experiencia en el ejército. Sabía que a la mañana siguiente,
cuando llegaran los cartagineses montados en sus bestias, la mayoría de los
soldados caerían. Júpiter observó a Neptuno. Era más joven que él, un muchacho
de unos dieciséis años que había sido marinero toda su vida pero que se había
visto obligado a alistarse en el contingente cuando el ejército ya había
partido meses antes y un espía romano les había informado de que un traidor
entre sus filas había enseñado un camino secreto a Aníbal y sus hombres para
cruzar las montañas. Aníbal no lo cruzaría, pero un pequeño cuerpo militar, sí.
Y a esa era su misión. Frenar a ese cuerpo y cortar el paso secreto de las
montañas.
Júpiter entró en la cueva y
dejó de notar la lluvia sobre sus hombros. En el interior se encontraban los
demás soldados, todos con historias semejantes a la de Neptuno: Vulcano, que
antes era herrero; Marte, un gladiador condenado a muerte que había preferido
morir en la batalla; Diana, una joven con un padre avaricioso que la había
tratado como a un varón durante toda su vida y que no había dudado en venderla
por tres míseras monedas de plata; y por último, Mercurio, un niño veloz, su
único contacto con la civilización.
Se recostó sobre un lecho de
hierbas y hojas que habían recogido mientras montaban la empalizada y decidió
dormir. Neptuno se sentía a gusto bajo el agua así que no le importaba montar
guardia durante una lluvia.
Júpiter pensó en todos los
allí presentes. Eran pocos, al igual que el ejército cartaginés que recibirían
al día siguiente, no obstante ellos eran mucho menos numerosos y con menos
experiencia. Para todos había sido un honor embarcarse en aquella cruzada, para
todos menos para él. Sabía que una vez entraran en batalla no habría marcha
atrás, que un golpe de espada en el cuello les mataría al instante.
Se revolvió en su lecho. El
frío aumentaba en el interior de la cueva, pues el fuego de la hoguera se
apagaba. Se levantó y azuzó el fuego. El fuego le recordaba a su esposa, Juno.
Ella era ardiente, como la llama. Cuando danzaba, su cuerpo se arqueaba y
ondulaba, como la llama. Su pelo era castaño y a la luz del sol se volvía rubio
y brillaba con el mismo color que el fuego. Su amada a la que quería con
locura. Intentó recordar las últimas palabras que le dijo antes de partir, pero
se dio por vencido al recordar que no habló, que sólo la miró a los ojos y que
con esa mirada le transmitió todo aquello que no se puede decir con palabras. Él
era un centurión romano. No podía dejarse llevar por los sentimientos. Se
recostó en su lecho y finalmente se durmió.
A la mañana siguiente el sol
no brillaba en el cielo. El cielo brillaba con un color ámbar al amanecer. La
luz entró en la cueva por la entrada y golpeó las armaduras de los soldados.
Júpiter, vestido con su coraza dorada, su capa blanca y su casco reluciente.
Empuñaba su gladius y su scutum redondo.
Los demás soldados no tenían
armaduras tan buenas como la de su líder. Cada uno cogió su propia arma:
Neptuno, su tridente; Vulcano, su martillo; Ares, su lanza; y Diana, su arco.
Mercurio, sin embargo, no tenía ni armas ni armaduras. Su misión era mucho más
complicada y debía actuar en el momento justo.
Salieron de la cueva y
abandonaron aquel lugar. Caminaron por senderos de barro negro y nieve blanca
durante toda la mañana hasta que alcanzaron un saliente en una de las montañas.
Bajo ellos un barranco se adentraba en las profundidades de la tierra. La idea
era sencilla. Debían atraer a los cartagineses hasta esa posición.
El plan era muy arriesgado.
Cada mínimo temblor en la tierra o un grito fuerte podría causar un
derrumbamiento de nieve que acabaría con todos.
Júpiter se giró hacia su
contingente y les miró con pesar. Todos se sentían orgullosos de estar ahí,
pero todos tenían miedo y sabían que su destino no era otro que el mundo de los
infiernos. No sabían si acabarían en los Campos de castigo o en los Campos
Elíseos, pero no les importaba. Iban a morir por su hogar, por Roma, por la República.
—Alea iacta est —la suerte está echada.
Al mediodía los cartagineses
aparecieron a lomos de sus elefantes. Era un cuerpo militar pequeño, de unos
treinta hombres, comandados por el traidor a la República, Plutón. Era un
hombre siniestro que vestía una armadura roja y una capa negra.
La infantería de a pie iba unos
pasos más avanzados que los elefantes y la caballería. Por eso fue el
comandante de la infantería el que alzó la mano para indicar a sus seguidores
que debían detenerse. El cuerpo de hombres frenó en seco, lo que hizo que
algunos elefantes barritaran curvando la trompa. Aquellas bestias eran
magníficas. Medían más de tres metros de alto, sus cuernos de marfil eran
largos y afilados como lanzas, sus patas hacían que el suelo temblara al andar
ellos.
El comandante avanzó un par de
pasos, buscando algún intruso escondido entre los matorrales o los árboles. De
repente, una flecha cruzó el aire y se clavó en la cabeza del comandante. La
punta atravesó el casco metálico del hombre como si de pergamino se tratara.
Los cartagineses se giraron en la
dirección de donde venía la flecha y empuñaron sus armas. Nadie sabía a qué se
iban a enfrentar, nadie salvo Plutón, que ya se había enfrentado con
anterioridad a Júpiter y a los romanos.
Se produjo el silencio y la tensión
entre el ejército cartaginés. De repente, el contingente de romanos
desesperados se lanzó contra aquel ejército que los sextuplicaba en número. El
artífice de tal estrategia, Júpiter, encabezaba el ataque, dispuesto a dar una
lección de combate cuerpo a cuerpo romano a los cartagineses.
En cuanto llegaron, Júpiter lanzó una
estocada con si gladius e hirió a
varios soldados que cayeron derrotados ante él. Frenó los golpes de sus
enemigos con su scutum y continuó
arrasando en las tropas enemigas. Neptuno y Vulcano luchaban hombro con hombro
combinando sus armas, el tridente y el martillo, y derribaron a enemigos sin
piedad alguna, asestando golpes mortales allá donde el acero toca la piel de un
enemigo. Diana se reservaba en la retaguardia y atacaba con sus flechas a los
elefantes y jinetes de la caballería, lo que provocaba que los animales
patalearan contra el suelo y se elevaran sobre sus patas traseras. Los
movimientos bruscos de las bestias hicieron que varios soldados quedaran
aplastados bajo ellos o que cayeran por el barranco. Marte atacaba por el
flanco y se enfrentaba a los soldados de a pie uno a uno, como de costumbre
hacía en el circo. Matar no era nuevo para él y el olor de la sangre era uno de
los placeres con los que más disfrutaba.
Una vez perdido el factor sorpresa y sembrado
el descontrol entre los enemigos, Júpiter lanzó un grito que indicó a sus
compañeros que debían reunirse. Todos acudieron a la llamada de su líder.
Juntaron sus espaldas y establecieron una formación circular para protegerse
por todos los flancos. Los cartagineses les rodearon, aún aturdidos por el
ataque sorpresa inicial. Los romanos se miraron entre sí sin perder de vista a
sus enemigos. Estaban heridos. Las piernas tenían cortes profundos, los brazos
estaban rojos por la sangre que emanaba de sus heridas y por la que anteriormente había pertenecido a
sus enemigos.
Júpiter dejó a un lado la fiereza y
examinó a sus compañeros, jóvenes que pese a todas las heridas y el cansancio
seguían dispuestos a seguir luchando y a morir en aquella batalla. El único que
no se encontraba allí era Mercurio, que había escapado de aquella masacre para
contar su historia al pueblo de Roma.
Júpiter lanzó otro grito y todos
coordinados golpearon primero con el escudo y lanzaron estocadas a los
cartagineses más cercanos. La batalla volvió a fluir tras esta parada.
Plutón se acercó a Júpiter en su caballo
y le golpeó con la espada en la espalda. Júpiter cayó al suelo dolorido por el
golpe. La armadura podía soportar golpes más fuertes, pero eso no significaba
que su cuerpo pudiera. Miró a su alrededor y vio que en el suelo yacían los
cuerpos de sus compañeros. Después dirigió su mirada hacia Plutón, que entonces
le apuntaba con el arco de su compañera muerta, Diana. Cogió aire y gritó con
todas sus fuerzas. En el rostro de Plutón se dibujó una pequeña sonrisa. Tensó
la cuerda del arco y escuchó el rugir de la nieve que se abalanzaba sobre el
ejército cartaginés a causa del grito del centurión, nieve roja teñida por la
sangre de héroes. Nadie sobreviviría. El paso quedaría sepultado por la nieve y
los cartagineses no podrían pasar. Misión cumplida.
Júpiter miró al cielo y pensó en su
mujer. “Juno” la llamó “mi reina, mi amor...”