Abrí la ventana y las notas de música entraron a través de
ella. Asomé la cabeza y vi la misma calle de siempre. Una avenida peatonal con
múltiples personas yendo y viniendo sobre su calzada. Cada persona era única:
podían tener bigote o no; tener pelo largo, corto, encrespado, de punta; ojos
claros, oscuros, pardos; o simplemente no destacaban de los demás y vestían a
la moda, con el peinado más común de las revistas, ocultaban sus ojos tras
gafas de sol...
Sin embargo, aquella mañana había una persona que no solía
estar por allí. En la fachada de un edificio, unos metros alejado del portal,
se encontraba un hombre de pelo largo y castaño, una barba mal afeitada
alrededor de la boca y alto. Vestía una camiseta gris, tejanos negros con un cinturón
de cuero, zapatos del mismo color que los pantalones, una chaqueta marrón larga
y una bufanda gris. Tal vez fuera un estilo algo clásico, pero a él le sentaba
bien. Sobre su hombro descansaba un violín. En la parte baja, él lo sujetaba
con su barbilla. Con una mano cubierta por un guante que no cubría los dedos
sostenía la varilla. Las cuerdas de la varilla rozaban las cuerdas del violín. A
sus pies descansaba un gato naranja y algo escuchimizado. Junto al gato, un
sombrero invertido protegía las pocas ganancias del violinista.
El violinista levantó la mirada y se cruzó con la mía. Él
me sonrió y yo me introduje de nuevo en el calor de mi piso. Debía ir a
trabajar. Cambié mi pijama por un traje elegante gris y me preparé para la
rutina.
Bajé al portal, salí al exterior y el frío madrugador azotó
mis mejillas. Me resguardé en mi abrigo y crucé la calle. Divisé al violinista
unos metros más atrás y continué mi camino. Me aseguré de que las carpetas que
llevaba bajo el brazo estuvieran seguras ahí mientras caminaba. De repente una
ráfaga de viento sopló e hizo que unos papeles que no estaban en el interior de
mis carpetas salieran volando unos metros más atrás.
Salí corriendo tras ellos lo más rápido que mis tacones me
lo permitieron. Frené rendida y con los pies aullando de dolor. No podía pillar
aquellos dichosos documentos. Me doblé sobre mí misma para recuperar el
aliento. Ya no escuchaba la música del violín, pero eso no importaba en
aquellos momentos. No sabía qué documentos se habían ido volando, pero
seguramente fueran importantes. Me maldije a mí misma por ser tan torpe como
para perder unos papeles de los cuales dependía mi trabajo.
Sin esperarlo, una mano me tendió los documentos algo
arrugados. Levanté la cabeza y mi mirada volvió a cruzarse con la del
violinista. Él me mostraba amabilidad con su sonrisa torcida. Cogí los
documentos y los guardé en una carpeta con alguna dificultad. El violinista,
acompañado por su gato se giró y volvió junto a su sombrero, se colocó el
violín correctamente y siguió tocando aquella plácida música. Yo me acerqué y
le eché unas monedas en el sombrero y el susurró:
-Esta
va por usted, señorita -y
comenzó a tocar otra pieza, esta vez más lenta y mucho más apasionada. Yo le di
las gracias y, antes de marcharme, pregunté:
-¿Cómo
se llama?
-Kevin
Doe, señorita -dijo
él amablemente.
Asentí con la cabeza, dando a entender que jamás le
olvidaría. ¿Cómo olvidarse de un personaje tan peculiar?
No obstante, aquella fue la última vez que vi a Kevin Doe.
* * *
Cuando apareció aquel violinista por la estación
simplemente pensé que sería otro artista ambulante que iría pidiendo algunas
monedas en los trenes a cambio de música barata y algo de pena, pero me
equivoqué.
Simplemente se sentó en un banco y comenzó a hacer lo que
mejor se le daba, tocar el violín. Su música era preciosa, flotaba en el aire
como pompas de jabón, le daba alegría a la estación. Yo esperaba que tarde o
temprano parara y se subiera a algún tren, pero no lo hizo. Tan sólo paró para
dar de comer a su gato y, de paso, comer él también un bocadillo de jamón con
pan duro de hacía un par de días, supuse.
Curioso me acerqué y, con cuidado de no pisar a su gato
naranja y de no tirara el sombrero en donde se encontraban algunas de las
ganancias del hombre, me senté a su lado, en el banco. Supongo que ver a un
guardia de estación acercarse siendo u n músico mendigo no debe ser plato de
buen gusto para nadie. Él sin embargo me miró de reojo y me saludó con un
movimiento de cabeza, sonriente.
Yo le miré fascinado y le pregunté:
-Señor,
¿va usted a coger algún tren?
Él, sin dejar de tocar, negó con la cabeza.
-Tal
vez al final del día, para volver a casa -comentó-. De momento estoy bien
aquí. ¿Hay algún problema sin me quedo, agente?
-Siempre
que toque esa música bien y no arme ningún jaleo, es usted libre de quedarse
aquí todo lo que quiera -le
aclaré.
Él me lo agradeció y se hizo el silencio entre nosotros dos.
De nuevo volví a preguntar:
-¿Tiene
nombre artístico?
-No.
Simplemente soy Kevin Doe.
-Debería
ponerse un nombre artístico -le
sugerí-. Triunfará más si se pone
un nombre artístico.
-Cuando
eres un trotamundos como yo, rara vez la gente te recuerda -dijo él-. Piénselo. Toda las personas
que pasan por aquí con sus marionetas, instrumentos o trucos de magia, todos
ellos con ganas de triunfar pero, realmente, ¿usted cuántos recuerda?
Tragué saliva. Intenté recordar a alguno, pero no tenía
ningún recuerdo de algún músico ambulante, ni siquiera de los que habían pasado
el día anterior. De repente, Kevin Doe paró de tocar, se levantó y dijo:
-Debo
volver a casa, agente. Que pase buena noche.
Y esa fue la última vez que vi a Kevin Doe.
* * *
-¿Cómo
ha dicho que se llama? -pregunté,
recostado en la silla de mi despacho.
-Kevin
Doe -respondió el músico
ambulante que tenía frente a mí.
Él era otro de esos
músicos que vive a costa del dinero de otras personas y que aspira a ser algo
inalcanzable, músico profesional. Algunos pocos lo conseguían, pero debían
destacar por encima de una gran mayoría y normalmente se debía a que tenían
parientes de relevancia artística.
-De
acuerdo, señor Doe, tóqueme alguna canción de su disco -le reté. Normalmente la mayoría
caían cuando les pedía una prueba de su genialidad.
-Pero,
señor, tiene usted ahí el disco -señaló
con su dedo el CD que momentos antes me había entregado. La decisión estaba tomada,
si no podía tocar en vivo, no lograría llegar muy lejos y por lo tanto, yo no
iba a perder mi dinero patrocinando su disco.
-Pues,
entonces, me temo que...
La música de su violín me interrumpió. Era una música
preciosa, una melodía que tal vez estuviera grabada en aquel disco, pero que yo
no me había molestado en escuchar. Estuve atento durante todo el recital,
intentando ser profesional y no parecer asombrado.
Al acabar él de tocar, me levanté y alcé mi mano para
estrechársela.
-Enhorabuena,
señor. Creo que me apetece invertir mi dinero y tiempo en su disco, solamente me
faltan dos cosas: la primera, el nombre del disco y la segunda, su nombre
artístico -dije-. Entiéndame, Kevin Doe es
un nombre curioso, pero un nombre artístico atrae más.
-Creo
que me llamaré... Globetrotter, trotamundos -dijo
él, guardando su violín en su funda-.
Y el disco quiero que se llame Remember
me.
-¿Por
qué ese nombre? -pregunté.
-Quiero
crear recuerdos para siempre. Con este disco estoy consigiendo lo de para
siempre.
Y así fue como
conocí a Kevin Doe.
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