Abrí la ventana y, al asomarme vi un bulto moverse entre
las sombras de la noche y acercarse torpemente a mi edificio. Cuando alcanzó el
portal llamó al timbre y yo, pese a no estar muy seguro de quién se podía
tratar, le abrí. Al cabo de unos largos minutos de espera, el bulto llamó a la
puerta de mi casa. Respondí a esa llamada abriendo la puerta y encontrándome
cara a cara con él. Ante mí tenía un hombre alto con las piernas demasiado
largas y los brazos muy cortos. Vestía ropa de mercadillo, no porque fuera fea (ya
que era muy elegante), sino porque los raspones de las rodillas en los
pantalones o los descosidos en las mangas de la chaqueta o el pañuelo
amarillento que antes era blanco, supuse, que llevaba al cuello de tal forma
que no pareciera un pueblerino sino más bien un hombre de clase alta. Su cara
era redonda, con dos grandes ojos negros bizcos y un bigotito que hacía de
frontera entre unos labios pálidos y una nariz rosada. Cuando habló lo hizo con
una voz carrasposa y algo aguda:
-Buenas
noches, no sé si me conocerá, pero me llamo Topolino Buenrincón, aunque se me
conoce como Don Topolino.
-¿Cómo
no voy a conocer a mi propia creación? -respondí
yo. El sonrió levemente.
-Venía
a hablar con usted sobre un asunto en el que me va la vida.
Le invité a pasar y le ofrecí una taza de chocolate, pero
él prefirió tomar un té. Cuando volví de la cocina, él cogió su taza con el
meñique y el pulgar y levantó los otros tres dedos de la mano. Sorbió ruidosamente
mientras yo me acomodaba en el sillón del salón de mi casa.
-Y,
bien, ¿de qué ha venido a hablarme? ¿Cuál es ese asunto tan importante?
-Pues
verá -comenzó-, he venido a pedirle que
cambie mi forma de ser. Es decir, no estoy contento con mi vida. He pasado en
este inhóspito mundo muchos años, tantos que ya he perdido la cuenta y aun así,
aún aparento ser joven. Eso es gracias a que usted me creó, pero como verá, me
hizo de una forma un poco rara. ¿Cómo es posible que mis piernas sean tan
largas y mis brazos tan cortos?
Me fijé en sus extremidades. Cuando le creé sabía lo que
hacía y pensaba que eso haría gracia a las personas que leyeran sus historias,
pero en aquel momento me di cuenta de que para mi personaje aquella diferencia
en la longitud de extremidades podría suponer una gran dificultad a la hora de
realizar algunos movimientos.
-Por
favor, señor, acorte mis piernas o acorte mis brazos, pero cámbieme. ¿Sabe que
mi sueño desde que era pequeñito ha sido tocarme la punta de los pies? Pero
fíjese lo mal que estoy hecho que, incluso estirándome todo lo que puedo, mis
manos tan solo alcanzan las rodillas -se
quejó él con una muestra de tristeza en su voz.
-No
puedo cambiarte, amigo mío. Creo que ni la más actual de las cirugías lograría
deshacer semejante cambio -me
disculpé.
-¿Acaso
no confía usted en la medicina?
-La
medicina ofrece curar dentro de cien años a los que están muriendo ahora, así
que me temo que no -confesé.
-Pero,
usted podrá cambiar otras cosas ¿no? -dijo
él con algo de confianza en mí. Su mirada bizca brillaba con esperanza- Tal vez podría curarme de
mi claustrofobia.
-¿Qué
problemas le ocasiona esa claustrofobia? Que yo sepa, no escribí nada acerca de
fobias cuando le creé -pregunté
con cierta curiosidad.
-¡¿Qué
qué problemas me ocasiona?! ¡Como se nota que usted no la padece! -exclamó moviendo sus
bracitos de un lado para otro-
Apenas puedo entrar en los sitios sin sentirme incómodo. Y con el grado de
claustrofobia que yo tengo, ducharse es complicado. Apenas puedo cerrar la
cortina de la ducha sin sentir que las paredes se cierran sobre mí.
Asentí compresivo. Eso explicaba el olor a sudor que le
acompañaba. En aquellos momentos deseé que no se acomodara mucho en mi sillón,
o el pestazo no se iría ni lavando la funda de los cojines.
-Tampoco
puedo conducir, ni entrar en un vehículo, ni siquiera en un autobús... No sabe
lo duro que es esto. Tengo que ir a todas partes andando -levantó la mirada,
reflexivo-.
Creo que esa es la única parte buena de tener las piernas largas.
-¿Ve?
Al final no es tan raro como dice ser -intenté
convencerle.
-Tiene
usted razón. ¿Sabe quiénes son raros? Todos los miembros de mi familia.
Arqueé una ceja. Creí recordar que su familia consistía en
sus dos abuelos, uno de ellos muerto, su madre y su perra.
-¿Por
qué son raros? -pregunté
divertido.
-En
primer lugar, mi abuela debe ser la única abuela que cocina mal en todo el
mundo. ¿Por qué hizo una abuela que cocina mal?
-Creí
que sería gracioso -me
limité a decir. Él me recriminó con la mirada.
-Claro,
como usted no tenía que comerse su comida... Recuerdo un día en el que la buena
mujer me cocinó unas lentejas. O eso era lo que se suponía que eran. Fíjese lo
malas que debían de estar que, le di la vuelta al plato y no cayeron. Se las
intenté dar a la perra, pero ni las olfateó. A todo esto, el espectro de mi
abuelo se encontraba sentado allí sentado, frente a mí. Según él, el paraíso es
muy aburrido.
-¿Y
cómo salió usted de aquel aprieto? -pregunté.
Era curioso que mi propio personaje tuviera historias que ni siquiera yo
conocía.
-Pues
acabé comiéndomelas. Fue duro. Cada tres cucharadas, te dabas unos golpes en el
pecho y le pedías con un hilo de voz un poco de agua. El único problema era que
ella te respondía cosas tan simples como: “Es que si bebes se te va a llenar el
estómago de agua” -imitó
su voz a la perfección-.
Obviamente tú te sentías roto por dentro. Pero vamos a ver, ¿acaso aquella
bruja no veía que lo que le estaba pidiendo no era por darme el placer de beber
sino por lubricar la papa del esófago para que baje mejor?
Solté una carcajada sin llegar a comprender realmente sus
penas, sin identificarme con él. Él, sin embargo, parecía ofendido con la vida
que le había tocado vivir.
-Y
ya de mi perra ni le hablo, si tanta gracia le ha hecho mi abuela.
-No,
por favor, continúe. Disculpe mi falta de comprensión -él se quedó mirándome durante
unos segundos y después continuó contándome sus desgracias.
-Pues
verá, que mi perra vive como una marquesa.
-Bueno,
eso es lógico. Casi todas las mascotas viven como nobles en sus casas -comenté, sin antes haberme
sorprendido al oír aquello.
-No
me ha entendido. Mi perra tiene un título nobiliario. Se llama Lady Isidora de
Chucheldorff -al
oír aquella noticia me quedé asombrado. ¿Creé una perra noble?- ¿Cómo es posible que mi
perra sea de la realeza y yo no?
-Ciertamente,
ahí me ha pillado usted. No tenía ni idea de que yo hubiera creado dicho
personaje -confesé.
De repente, sacó del interior de su chaqueta un reloj de
bolsillo y lo miró. Frunció el ceño y se levantó rápidamente del sillón.
-Me
gustaría seguir contándole mis penurias, pero debo irme. Se me ha hecho muy
tarde. Ya son las veinticinco y media de la noche y mañana tengo que trabajar.
-¿En
qué trabaja? -pregunté
mientras me levantaba del sillón y le acompañaba a la puerta.
-Soy
guardacostas en la playa de Madrid.
-No
esperaba menos de usted -dije
cerrando la puerta tras él. Después puse varios ambientadores por todo el
salón, para que se disipara el olor.
Así era mi esperpéntico amigo.